Los dos 8 de octubre

Por Santiago Torres

La evocación en clave de homenaje de la (mal) llamada "Toma de Pando" por parte del MLN-Tupamaros, en 1969, nos pone frente a la desfachatada apología de la violencia que, año a año, lleva a cabo esa organización y su sucedáneo, el MPP.

Para los montevideanos, 8 de Octubre es una importante avenida de entrada y salida de Montevideo, por su entronque con la ruta 8, y un área comercial de primer orden de la ciudad por ser el eje de varias barriadas, la principal de las cuales es la Unión. Originalmente denominada "caserío del Cardal", atravesado por el Camino Real a Maldonado (la actual avenida 8 de Octubre), devino Villa de la Restauración cuando Oribe inició el Sitio Grande y, más adelante, luego del tratado de paz entre el Gobierno de la Defensa y el Gobierno del Cerrito celebrado el 8 de octubre de 1851, poniendo fin a los ocho años de Guerra Grande, adquirió su denominación actual. En una de las cláusulas de aquel tratado de 1851 se señala: "Entre las diferentes opiniones en que han estado divididos los orientales, no habrá vencidos ni vencedores, pues todos deben reunirse bajo el estandarte nacional, para el bien de la patria y para defender sus leyes e independencia".

Como se advierte, el espíritu de aquel 8 de octubre era el de concordia nacional. No porque sí se redenominó a la Villa de la Restauración como "de la Unión" (devenida, al ser absorbida por la ciudad, simplemente "la Unión"). Se trata, en definitiva, de un símbolo de la identidad nacional por encima de sus divisiones, un símbolo de la unidad en la diversidad. Por cierto que después de ese tratado hubo nuevos enfrentamientos armados, pero aquel espíritu sobrevivió claramente porque, a diferencia de lo que ocurría allende el Río de la Plata, nuestras sucesivas guerras civiles -aun con cruentas consecuencias- nunca nadie postuló que la realización de la nación pasara por la erradicación del otro. Las diferencias, aun expresadas en levantamientos armados, consistían en cómo organizar una convivencia que se daba por sobreentendida. Y ello fue lo que permitió, superada la etapa de enfrentamientos armados, construir una institucionalidad ejemplar (y que los argentinos, por la razón opuesta, no pudieran hacerlo).

Y cuando algunos uruguayos perdieron aquel sentido de unidad en la diferencia e hicieron del otro -quien fuere- un enemigo a exterminar, la institucionalidad saltó por los aires, porque ésta no puede sostenerse en clave bélica.

Un episodio de esa oscura retahíla que arrancó en los tempranos 60 del siglo pasado, fue la llamada "toma de Pando" por parte del MLN-Tupamaros, el 8 de octubre de 1969 cuando, en un golpe de mano muy audaz, por unas horas se hicieron de la comisaría, el cuartel de bomberos, la central telefónica y alguna sucursal bancaria de la ciudad de Pando.

Los tupamaros han evocado siempre el episodio usualmente en dos claves. En clave de autobombo, resaltando lo astutos que fueron para llevar adelante semejante acción, y en clave victimista, alardeando de sus muertos ("ejecutados", "asesinados", "caídos") como si ellos hubieran estado haciendo un picnic en Pando y olvidando convenientemente que en la ocasión murió un civil inocente, Carlos Burgueño, que había ido a inscribir a su hijo recién nacido.

Causa estupor que alguien pueda celebrar un episodio de esa naturaleza.

Y de paso evocan al Che, muerto el 9 de octubre de 1967. Muerte a la que muchos dan en llamar "asesinato". Es cierto que Ernesto "Che" Guevara de la Serna no murió en combate sino ejecutado por orden del general René Barrientos (el ocasional dictador boliviano). ¿Pero desde cuándo una ejecución en el marco de actos de guerra constituye un asesinato? Si así fuera, entonces el propio Che, que ejecutó y mandó ejecutar a mansalva, con la fruición de "una fría máquina de matar" (sic), debería ser considerado un asesino serial.

Presentado hasta hoy como un "joven idealista", Ernesto Guevara se revela como un psicópata asesino, un narcisista hasta la exasperación (sólo así se explica que en plena acción militar escribiera un diario dejando pistas al enemigo sobre sus intenciones y derrotero), un ignorante económico, un gobernante totalitario hasta el delirio y un militar de cuarta, al que le salió todo mal por su propia torpeza y soberbia. Su legado, además de la memorabilia con su rostro, es penoso por decir lo menos: muerte y dictaduras.

Sobre su muerte sólo puede decirse que murió en su ley.

Frente a la desfachatada apología de la guerra, me quedo con el 8 de octubre de 1851, fecha con justicia recordada por la avenida central de la barriada de la Unión por el espíritu de unidad nacional que simboliza.




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