El legado de Obama

Hay un dicho popular en los Estados Unidos que reza que el presidente trabaja en su primer período para lograr la reelección y en el segundo para entrar en la historia. Y la historia, en la política estadounidense es definitivamente el ayer. Los ex presidentes son figuras respetadísimas, pero, por una ley no escrita y por la voluntad propia de cumplirla, intrascendentes en la política cotidiana. Aparecerán fugazmente en ceremonias puntuales y en eventos partidarios; nada más. Quizás una excepción sea Bill Clinton, pero la justificación está en que su esposa es una figura política activa. Ese legado, el abrepuertas a la ansiada historia, no siempre es reluciente o inmaculado y la administración Obama no será la excepción.

Quizá no sea arriesgado decir que Obama ha sido un presidente de transición de un mundo unipolar a otro donde el poder está más repartido. Una transición que no sabemos cuánto durará ni a dónde llevará a los Estados Unidos ni al mundo.

Hay datos para enorgullecer a la presente administración norteamericana. Uno es la marcha de la economía, que no sólo pudo evitar una catástrofe, sino que ha salido, frente a otras, más fortalecida luego de la gran crisis iniciada en 2008. A fines de 2015, sus empresas arrasaban con los primeros diez puestos en la Bolsa de Nueva York. La clave está en la tecnología: de las cinco más grandes, tres pertenecen a esa rama (Apple, Google, Microsoft). Londres es una de las plazas financieras más importantes del mundo, pero HSBC está en el puesto 38 y Wells Fargo Bank está en el décimo. Esto indica que los sectores de la innovación tecnológica, los servicios financieros y la comercialización (Ebay, Amazon) están siendo fuertemente liderados por empresas estadounidenses. Y eso para no abundar en la excelencia de las universidades de la Ivy League, los premios Nobel en ciencias duras y naturales, etc. Éste es uno de los resultados del aceleradísimo proceso de globalización que experimentó el mundo en el último cuarto de siglo. Pero allí no se agotan las buenas noticias. Los ingresos familiares medios crecieron en Estados Unidos 5,2% en 2015 con relación al año anterior resultando ser éste el incremento anual más importante registrado desde 1967 y 3.5 millones de sus habitantes fueron arrancados de la pobreza, a pesar de que ésta aún se mantiene en índices elevados (8%).

Pero, en este caso, en la virtud también está el pecado. El electorado de los Estados Unidos ha cambiado dramáticamente la composición de sus demandas. Razones tienen. El sector más pobre de los Estados Unidos ha visto estancado, en términos reales, sus ingresos en los últimos 30 años. Los sectores medios tienen salarios reales menores que hace cuarenta. De 2001 a 2014 el ingreso per cápita creció el 11% y los salarios el 2%. La situación económica de los blancos con educación secundaria incompleta es igual a la de los afroamericanos en los ochenta. Un reflejo de eso es el aumento del consumo de drogas (especialmente heroína y metanfetaminas) en el centro del país, del delito y de las familias monoparentales. Trump lo advirtió tempranamente. Hillary Clinton, tardó más. El criticismo de ambos al TPP (Trans Pacific Partnership) es muestra elocuente de eso. Nos equivocaríamos si caracterizamos a Trump, más allá de la suerte que corra en noviembre, y a Sanders, y aun eventualmente a Ted Cruz, como excéntricos lanzados a la arena política. Sin detenernos en el análisis de sus particularidades, ésos son adelantados en un proceso que llegó para quedarse no sólo en los Estados Unidos, sino en todo el mundo industrializado: la ola antisistema. Las recetas más taquilleras son las de un aumento del proteccionismo y del nacionalismo económico -con sus secuelas políticas y sociales- y muchos políticos estarán tentados de acudir a ellas. Pagan bien y rápido en las urnas. Sería bueno que esta reacción novedosa al statu quo (las novedades llegan siempre tardíamente a nuestras playas) sea tenida en cuenta por aquesos que abrazan como doctrina de fe la ideología de la apertura comercial sin considerar el tiempo, el espacio y las condicionalidades de dónde debe darse.

El proceso globalizador comienza a ser fuertemente resistido en el seno de la sociedad estadounidense. Esta resistencia anida tanto en ambos partidos como en ese alrededor del 12% de votantes que manifiestan su intención de optar por terceras alternativas. Tan enraizada está esa visión del matrimonio entre los megagrupos y los políticos funcionales a esos, construida a lo largo de 30 años, que las buenas noticias de la macroeconomía no le hacen mella. El electorado quiere, mayoritariamente, un cambio de reglas de juego.

Un segundo gran acierto de la administración Obama fue el del inicio de la reforma del sistema de salud, proyecto en el cual había naufragado Hillary Clinton y que les costó a los demócratas la derrota en las elecciones de 1995. Éste ha sido un paso gigantesco, enfrentando a adversarios también gigantescos, en la extensión de la protección de la salud a los más vulnerables en un país que, entre los desarrollados, es el que más gasta en ese rubro y tenía la menor cantidad de ciudadanos cubiertos. Hoy en día menos del 10% de los estadounidenses no goza de algún tipo de cobertura médica.

El tercer punto a favor, por su trascendencia planetaria, ha sido la reciente ratificación, junto con China, en la reunión del G-20, del acuerdo climático que se había alcanzado en París a fines del año pasado. Ambas naciones son responsables de casi el 40% de la emisión de gases efecto invernadero. Si bien la entrada en vigor pleno del tratado requiere mayorías especiales, la envergadura de los dos firmantes arrastrará a otros países a seguir el ejemplo.

Un cuarto logro ha quedado pendiente, debido a la imposibilidad de reemplazar al fallecido juez de la Corte Anthony Scalia manteniéndose, así, congelada la reforma de inmigración. Ésta, que debió haber sido una de las grandes iniciativas legislativas de su mandato y que fue aprobada en 2014, buscaba dar un permiso temporal de residencia y trabajo a casi la mitad de los indocumentados que se estima residen ilegalmente en el país. Interpuesta una demanda en su contra, está a la espera de la sentencia definitiva.

Desde la perspectiva mayoritaria del electorado estadounidense la política exterior de Obama es de más oscuros que de claros. También es cierto que la posición es contradictoria: quieren seguir siendo la primera potencia mundial sin estar dispuestos a soportar bajas militares. La discusión, en última instancia, es la ya clásica entre aislacionismo o liderazgo. Retiro de Irak, disminución de la presencia en Afganistán, débil oposición a la política rusa en Crimea, firmeza frente a los chinos en el sur del mar de China, confuso acuerdo nuclear con Irán, fin al congelamiento de las relaciones con Cuba, contradicciones en la posición de la guerra civil en Siria, los errores en Libia. Estas decisiones zigzagueantes llevan a algunos de sus aliados (Japón, Israel, Corea del Sur) a preguntarse hasta dónde podrán confiar en la asistencia de su aliado histórico. Ni hablar de los que no son históricos. Pero sería injusto no remarcar que muchos de los problemas de Obama, sobre todo los originados en Medio Oriente y su extensión en el terrorismo internacional, fueron el fruto de otra herencia de George W. Bush: los demonios que liberó la invasión de Irak y el aliento de la llamada "primavera árabe".

El legado de Obama mirando hacia el futuro es también incierto. Llegó a la presidencia, al igual que George W. Bush, con una consigna central: unir al pueblo estadounidense. Pocos presidentes lo han dejado más dividido y atomizado en sus posiciones que esos dos. Es muy posible que durante sus ocho años de mandato los Estados Unidos se hayan transformado en una sociedad más complejizada, con más actores, intereses y demandas, producto de un espectro de razones que va desde un creciente carácter multicultural hasta la profundidad de la revolución científico-tecnológica que atraviesa a su estructura económica y social. Eso es lo que, quizás, esté expresando la competencia electoral de estos días.



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