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El Fantasma Inflacionario

Por Santiago Torres

Una constante de las dos administraciones frenteamplistas ha sido el permanente acecho de la inflación. Y junto a éste, los apurados manotazos gubernamentales para evitar que el IPC —que no es la inflación en sí sino un indicador de ésta— cruce el tenebroso umbral del 10% acumulativo anual. De hacerlo, los mecanismos de indexación previstos a lo largo y ancho de nuestra economía dispararían una peligrosa espiral de incremento sostenido de precios, en una carrera difícil de contener.

No en balde CORREO se ha ocupado de este problema en tantas ocasiones desde 2005. Y no lo ha hecho por mero reflejo opositor sino para alertar respecto de una situación que, aunque previsible a la luz de los antecedentes del oficialismo, tenía margen para ser corregida y encauzada. Pero ese margen, a medida que pasa el tiempo, es cada vez más estrecho, tanto por razones específicamente económicas —derivadas del contexto externo— como por razones puramente políticas, las que habremos de abordar más adelante.

2012 arrancó bien pero viene empeorando

Para 2012, las autoridades fijaron una rango inflacionario del 4% al 6% (el mismo que para 2011). El año comenzó bien y en el primer trimestre del año se constató una morigeración en el crecimiento del IPC (aunque manteniéndose por encima del “rango objetivo”). En ello seguramente hayan incidido tanto la suba de la tasa de interés de referencia dispuesta en diciembre (de 8% a 8,75%), lo que influyó en el tipo de cambio, así como un menor impacto de la demanda agregada por el turismo proveniente de Argentina y otros factores, como bien señala el Ec. Michele Santo en la última edición del suplemento “Economía & Mercado” de “El País”.

Pero ya el segundo trimestre arrancó mal. El IPC de abril fue de 0,82%, la mayor para ese mes desde 2007, con lo cual la inflación acumulada anual pasó de 7,48% en marzo a 7,99% al cerrarse abril. Y en lo que va de 2012, la inflación acumulada es ya de 3,42% (no olvidemos que el “rango objetivo” es de 4% a 6%) y aún quedan ocho meses por delante.

Frente a ese panorama, las perspectivas para llevar la inflación al techo del rango (6%) en lo que resta del año son paupérrimas. El propio presidente del BCU, Mario Bergara, se vio obligado a reconocerlo en el programa “Quién es Quién” de Diamante FM y TNU: “Quizá este año no converjamos en el rango del 4% al 6%”. Y no, no habrá convergencia y por segundo año consecutivo el BCU minará su propia credibilidad en materia de “rangos objetivo”.

Una fuerte demanda...

En la misma entrevista, el presidente del BCU procuró restarle importancia —como era de esperar— a este desmadre inflacionario, señalando que “si uno está con una inflación un punto por encima del rango en un contexto de fuerte demanda más allá de lo esperado, es razonable”.

Exactamente: “fuerte demanda”. Esa es la cuestión. Pero cuesta entender por qué Bergara dice que la misma ha ido “más allá de lo esperado”. Antes bien, debería esperarla casi todo el tiempo.

Arriesgando que alguien me encaje el mote de “ortodoxo”, creo que a esta altura de la historia es claro que el desequilibrio entre oferta y demanda agregadas es la causa de la inflación. Por consiguiente, un gobierno sensato debe atacar ambas puntas del problema para contribuir a solucionar o —por lo menos— mitigar ese desequilibrio.

Por el lado de la oferta agregada, calentándola. ¿Cómo? Facilitando la inversión privada en bienes y servicios, introduciendo la mayor competencia posible en los mercados cautivos y abriendo la economía cuanto resulte posible.

Por el lado de la demanda agregada, enfriándola. ¿Cómo? A través de la introducción de criterios de productividad en las negociaciones salariales y conteniendo el gasto público corriente, que es el gran fogonero de la expansión de la cantidad de dinero en circulación.

Y todo ello es especialmente válido en un contexto como el que ha vivido el Uruguay desde hace ya casi una década. Una economía en expansión se recalienta porque rápidamente impulsa la demanda agregada a superar la oferta agregada, redundando en un empuje al alza de los precios. Ante tasas de expansión del PBI tan importantes como las que ha venido registrando nuestro país (y la región), cualquier gobierno sensato tomaría recaudos como los que acabo de referir.

No se trata de ser “neoliberales” dogmáticos sino que toda la evidencia —en Uruguay y en cualquier parte del mundo— apunta a que no existe otra receta. Todas las otras, las de los Alberto Couriel o los Paul Krugman de este mundo, las llamadas “heterodoxas”, pueden operar en el cortísimo plazo, sí, pero no sólo empeoran el problema inflacionario en los mediano y largo plazos sino que —encima de eso— acarrean efectos secundarios muy tóxicos sobre la economía: desestimulan la inversión, inducen la cartelización de actividades y dejan a la economía en el camino del estancamiento y la locura de la planificación.

Los gobiernos frenteamplistas, en lugar de procurar mitigar el recalentamiento lógico de la economía en expansión (una tan chiquita como la uruguaya se recalienta “al toque”), se han dedicado con fruición a fogonear los factores de recalentamiento: crecimiento elefantiásico del gasto público corriente y aumentos salariales por encima de la productividad.

Por el lado de la oferta agregada, a su vez, estos gobiernos han hecho poco cuando no —con énfasis en esta última administración— han trabajado en contra de ella. En lugar de generar estímulos a la inversión, hemos llegado al punto en que no se sabe para dónde se va debido a los constantes cambios en las reglas de juego, al reforzamiento de los mercados monopólicos y a la existencia de dos equipos económicos en pugna. Una pugna que ha sido alentada permanentemente por el mismísimo Presidente de la República.

La consecuencia de esa política errada —pero cara al imaginario frenteamplista histórico— ha sido que en todos estos años seguimos con la inflación en las gateras, lista a dispararse, volcando todo el peso del control de precios sobre el Banco Central que hace todo lo que puede para lograr atar dos moscas por el rabo: que el tipo de cambio ayude a mitigar el crecimiento de los precios pero, a la vez, que no afecte la competitividad de las exportaciones. El pobre BCU, así, vive una contradicción constante y hace malabares. Pero sus márgenes de acción vienen reduciéndose cada vez más. Especialmente con el cambio en la política cambiara por parte de Brasil, lo que obliga al BCU a aflojarle la mano al ancla cambiara y pensar más en la competitividad (justo cuando el Presidente le dice a nuestros exportadores que miren hacia Brasil).

Los factores políticos

Los factores políticos permean la economía permanentemente. En definitiva, el incremento del gasto corriente emprendido febrilmente por las dos administraciones frenteamplistas, fue una decisión política. Introducir rigideces excesivas en el mercado laboral, también lo fue. Impedir la apertura de los mercados monopólicos u oligopólicos, otro tanto. Ni qué hablar de la locura de montar dos equipos económicos paralelos para que se peleen entre ellos, patética circunstancia directa y personalmente imputable al Presidente Mujica, como ya dije.

Todas esas decisiones políticas han tenido efectos negativos sobre la economía de largo plazo, los que han quedado más o menos disimulados por la fiesta del gasto privado. El único efecto de corto plazo que no se ha podido disimular ha sido el de las presiones inflacionarias.

Pero esa expansión que ha vivido Uruguay —como toda la región— a expensas del contexto internacional, razonablemente empezará a morigerarse. EEUU y Europa, que aún representan el 70% de la demanda mundial de commodities, no terminan de recuperarse. La situación explosiva en Cercano Oriente abre un gran signo de interrogación respecto de la evolución futura del precio del petróleo, del que somos dependientes por completo. Ni qué hablar de la incertidumbre que introduce una Argentina con un gobierno desquiciado que sólo saber huir hacia adelante y cada decisión que adopta es peor que la anterior.

Un escenario ligeramente recesivo impactará directamente en la recaudación, tornando una situación de vulnerabilidad en el campo fiscal, en un grave problema. ¿Cómo hará el gobierno —del color que fuere— para sostener los niveles de gasto corriente a los que hemos llegado frente a una caída de la recaudación? ¿Hará un ajuste fiscal, recortando ese gasto corriente y comprándose un lío político descomunal u optará por dejar que la inflación se dispare y que ésta se encargue de licuar el gasto excesivo, operando como un ajuste de hecho? Cualquiera de las dos hipótesis es mala, por decir lo menos.

Lo triste —y grave— es que en este Uruguay de hoy no es posible visualizar un escenario político mejor hacia adelante sino, al revés, mucho peor porque se acerca el tiempo electoral. Las reformas costosas en términos políticos, que el gobierno actual podría haber llevado a cabo en sus primeros dos o tres años, es impensable que las haga en 2013 y 2014.

Para colmo —según ha trascendido— la partida de Fernando Lorenzo del Ministerio de Economía y Finanzas sumará un nuevo factor de distorsión de naturaleza política: su reemplazo por Luis Porto, el actual y polémico Subsecretario, llevará a que todos los integrantes del equipo económico vinculados al Frente Líber Seregni (liderado por el Vicepresidente Astori) presenten renuncia por considerar que son incompatibles con la línea económica de Porto, quien dejó de ser hombre de Astori para pasar a serlo del Presidente Mujica.

Un equipo económico totalmente “mujiquista” no permite imaginar un escenario de corrección de errores y moderación de las tendencias populistas. En todo caso, todo lo contrario.

*****

En suma: un cúmulo de decisiones políticas erróneas mantiene al fantasma de la inflación siempre al acecho. Y si bien no se trata de ser apocalípticos, tampoco podemos fantasear. Los errores persistirán, la inflación seguirá acechando y lo único que razonablemente puede esperarse es que el escenario se complique cada vez más porque, lejos de corregir el rumbo, todo apunta a que se persistirá y profundizará en el error.



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