“Burkinis” y vírgenes

Las religiones han adquirido nuevamente un rol central en la preocupación de las sociedades. La violencia terrorista que sacude Europa y EE.UU. nace de una inmigración musulmana. La guerra que sigue envolviendo al Medio Oriente es aun más compleja, porque enfrenta a cristianos con musulmanes, a éstos con judíos y a musulmanes entre sí, según sea chiítas o sunnitas. En todo caso, la religión está en la raíz de todos esos conflictos. Invariablemente. Se equivoca —y mucho— el Papa Francisco cuando dice que estamos en guerra pero que ella no es de religión (¿de qué es si no?).

La cuestión ha pasado a ser protagónica no solo en el terreno de la violencia sino en el de la simple convivencia. Francia, país de fuerte tradición laica, desde siempre prohibió el velo islámico en los espacios públicos, sean callejeros o ámbitos del Estado, como las escuelas y liceos. No lo hizo en las universidades y estallan a cada rato conflictos con las chicas islámicas que hacen valer su presunto derecho a exhibir ese símbolo de pertenencia religiosa. Estos días de verano, el tema adquirió una inesperada deriva: en el mundo islámico se ha diseñado una nueva prenda para ir a la playa, “burkini”, que tapa casi todo el cuerpo de la mujer y ha despertado ya incidentes y prohibiciones en Cannes y otras ciudades balnearias. En los Juegos Olímpicos, sin consecuencias felizmente, se difundió universalmente la imagen de dos jugadores de vóleibol con el velo y solo el rostro descubierto.

Hay quienes reivindican el derecho de las musulmanas a vestirse así. Los tribunales franceses, basados en los principios de la república laica, los están negando por considerarlo el signo ostensible de una pertenencia religiosa, un factor de enfrentamiento público y un símbolo de la subordinación femenina, que hiere el concepto fundamental de los derechos humanos. Este último razonamiento también vale para nosotros: esos velos no son una medallita con un santo o una pequeña cruz colgada de una cadenita; son expresiones simbólicamente rotundas de una religión que subordina a la mujer y esto hiere el orden público de una democracia que “no sostiene religión alguna”.

Curiosamente, algunas organizaciones, que en Francia se consideran de izquierda, se ubican en la línea más conservadora, que es la de aceptar esos símbolos religiosos tan lesivos de nuestra idea occidental de igualdad de sexos. Debería ser al revés, pero en materia de ejercicio de los derechos humanos vivimos esas confusiones, producidas muchas veces por el miedo, aunque se disfracen de principismo.

Lejos de la violencia del Norte, aquí tenemos nuestro pequeño debate con la pertinaz insistencia de la Iglesia Católica en instalar una estatua de la Virgen María frente a la playa del Buceo, donde habitualmente se realizan reuniones religiosas de oración. En una palabra, transformar ese espacio público en una suerte de templo a cielo abierto. La Intendencia en manos de un socialista de los de ahora (a los que Frugoni y Pedro Díaz le arrancarían la cabeza) ha autorizado esa instalación, que depende de lo que diga la Junta Departamental. El argumento eclesiástico es que, habiéndose autorizado (a nuestro juicio por error) una imagen de Iemanyá, ahora se está obligado a aceptar la Virgen y, como consecuencia, todo tipo de imágenes religiosas. Por ese camino y poco a poco, el espacio público se irá parcializando y transformándose en escenario de disputas que el país dejó atrás hace un siglo. ¿Tiene sentido que hoy se replanteen con insistencia, cuando numerosos lugares de culto católico están hoy vacíos y muchos de ellos ni sacerdote a cargo poseen? Es evidente que lo que se quiere hacer es forzar una presencia público rotunda en el lugar más visible de la capital. En una palabra, debilitar la honrosa tradición laica.

Cuanto más lejos estemos de reflotar debates de religión, mejor será para todos. Estamos a 100 años de que se separaron la Iglesia y el Estado y le ha ido mejor a los dos de ese modo. ¿Por qué, entonces, reavivar un conflicto hoy inexistente?



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