8 de octubre

Por Santiago Torres

Quiso el destino que en esa fecha quedaran anudados varios episodios: la paz de 1851, que puso fin a la Guerra Grande, la (mal) llamada “toma de Pando” de 1969 y —este año— la identificación de los restos de Eduardo Bleier, secuestrado, torturado y asesinado por la dictadura en 1975. Los tres impregnados de olor a sangre pero cada uno de una forma radicalmente diferente.

“Entre las diferentes opiniones en que han estado divididos los orientales, no habrá vencidos ni vencedores, pues todos deben reunirse bajo el estandarte nacional, para el bien de la patria y para defender sus leyes e independencia”, rezaba el texto del acuerdo de paz que puso fin a ocho años de confrontación bélica entre el gobierno de la Defensa y el gobierno del Cerrito, entre colorados y blancos.

Como se advierte, el espíritu de aquel 8 de octubre, que da nombre al eje vial de la Unión, era el de concordia nacional. No porque sí, justamente, se redenominó a la Villa de la Restauración —nombre que Oribe le dio al llamado “caserío del Cardal” al instalar allí su gobierno— como “de la Unión”.

En definitiva, el 8 de octubre de 1851 constituye un símbolo de la identidad nacional por encima de sus divisiones políticas; un símbolo de la unidad en la diversidad, que no otra cosa es una nación.

Por cierto, después de ese tratado hubo nuevos enfrentamientos armados entre blancos y colorados, pero aquel espíritu sobrevivió claramente porque, a diferencia de lo que ocurría allende el Río de la Plata, en nuestras sucesivas guerras civiles —aun con cruentas consecuencias— nunca nadie postuló que la realización de la nación pasara por la erradicación del otro. Las disputas, incluso las más cruentas, eran en torno a cómo distribuir los poderes relativos en un marco de una convivencia entre diferentes que ya no estaba en cuestión.

Fue ese espíritu, el de asumir que la convivencia era una premisa, lo que permitió, superada la etapa de enfrentamientos armados, construir una institucionalidad ejemplar. Los argentinos, por la razón opuesta, no pudieron hacerlo.

Y cuando algunos uruguayos perdieron aquel sentido de unidad en la diferencia e hicieron del otro —quien fuere— un enemigo a exterminar, la institucionalidad saltó por los aires, porque ésta no puede sostenerse en clave bélica. La “alterofobia” no es compatible con la república.

Un episodio de esa oscura retahíla que arrancó en los tempranos 60 del siglo pasado, fue la llamada “toma de Pando” por parte del MLN-Tupamaros, el 8 de octubre de 1969.

El lenguaje hiperbólico es una especialidad tupamara que recorre, informa y articula todo su relato. La acción no fue ni remotamente una “toma”. En un golpe de mano muy audaz, por unas horas se hicieron de la comisaría, el cuartel del bomberos, la central telefónica y algunas sucursales bancarias de la ciudad de Pando. Apenas eso. Pero tuvo un saldo luctuoso: murieron los guerrilleros Alfredo Cultelli, Jorge Salerno y Ricardo Zabalza, el policía Enrique Fernández Díaz y un civil, Carlos Burgueño, completamente ajeno a la refriega (daño colateral de la “chambonada”).

De ese proceso “alterofóbico” emergió otro eslabón por estos días. El pasado martes 8 se dio a conocer oficialmente el resultado del examen de ADN practicado a los restos óseos hallados el pasado mes de agosto a los fondos del ex Batallón de Infantería Blindado N° 13. Se trataba de los restos de Eduardo Bleier, uno de los desaparecidos en tiempos de dictadura.

Como señala el Dr. Sanguinetti en otro artículo de esta edición de CORREO, este episodio nos pone por delante la crueldad de la represión dictatorial. El Dr. Bleier era un dirigente del PCU, partido no sólo ajeno a la guerrilla sino contrario a la misma. Pero en 1975 la dictadura lanzó la llamada “Operación Morgan” contra el PCU, en el entendido de que éste era “el enemigo permanente”. Fruto de esa vesánica operación represiva es la mayor parte de los desaparecidos y de los muertos en territorio uruguayo.

Bleier fue secuestrado por las fuerzas de seguridad en octubre de 1975, apenas arrancó “Morgan”. Fue conducido al centro de detención clandestina denominado “300 Carlos” o “Infierno Grande”, ubicado a pocos metros de donde fueron hallados sus restos. De acuerdo a varios testimonios, allí fue salvajemente torturado hasta la muerte, no sólo por comunista sino por judío. No sorprende —aunque asquea— sabiendo de la ideología nazi que inspiraba a muchos represores, entre ellos el entonces titular del Servicio de Información de Defensa (SID), el general Amaury Prantl, uno de quienes estuvo al frente de la Operación Morgan.

Así como asquea también comprobar el grado de maldad que llevó a militares a mentirle a la Comisión para la Paz, indicando que el cadáver de Bleier había sido desenterrado en el marco de la llamada “Operación Zanahoria”, cremado y arrojadas sus cenizas al Río de la Plata. Un acto de crueldad gratuita, que denota que hay gente que lleva su odio hasta los muertos y sus familiares. Sabiendo que no habría consecuencia penal alguna si hacían lo contrario, ocultaron —y ocultan— los lugares donde están enterrados los cuerpos de los desaparecidos, dando cuenta del grado de deshumanización al que alguna gente llegó.

No menos repugnante es el espectáculo en clave de epopeya con que los tupamaros y, desde hace unos años, su sucedáneo, el MPP, llevan a cabo cada 8 de octubre la evocación de la “toma de Pando”. Resaltando su astucia para llevar adelante semejante acción, y en clave victimológica, alardeando de “sus” muertos (“ejecutados”, “asesinados”, “caídos”) como si ellos hubieran estado haciendo un picnic en Pando y olvidando convenientemente que en la ocasión murió un civil inocente que, como no es de ellos (no es parte de “nuestro caídos”), está condenado a la irrelevancia.

Y ya que hablamos de desaparecidos, los primeros “desaparecedores” de aquel Uruguay envuelto en el cruento torbellino bélico, fueron los tupamaros (sin que ello mitigue en modo alguno la salvajada dictatorial). Efectivamente, Pascasio Báez y Roque Arteche fueron asesinados y luego desaparecidos por el MLN: sus respectivos cadáveres fueron encontrados no por generosidad humanista tupamara, sino que el propósito —idéntico al de los “desaparecedores” uniformados— era que nunca más se supiera de ellos. En el caso del peón Pascasio Báez, ultimado con una sobredosis de pentotal sódico, las Fuerzas Conjuntas desenterraron el cuerpo cuando cayó la estancia “Espartaco”, donde se hallaba la “tatucera” tupamara que el pobre peón tuvo a mal descubrir. Y en el de Arteche, asesinado a fierrazos en el cráneo, un perro callejero lo desenterró.

Frente a la desfachatada apología de la guerra y la crueldad de los antiguos represores, me quedo con el 8 de octubre de 1851, fecha con justicia recordada por la avenida central de la barriada de la Unión por el espíritu de unidad nacional que simboliza. Que ese espíritu también lleve paz a la familia Bleier.



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