No puede ser imposible



Con estas palabras, el ex Presidente Julio María Sanguinetti tituló su habitual columna para el diario El País que reproducimos a continuación.

Cuando hablamos de fútbol, como estos días por los episodios que ocurrieron, a los viejos hinchas nos asalta la nostalgia… En el caso de un peñarolense, del Tito Gonçalvez y Spencer y, cosa también importante, del querido “Mingo” Micelli, que lideraba nuestra “barra”, jamás dejó entrar a un partido a alguien armado aunque fuera con un sacapuntas y mucho menos “volteado” por el alcohol. Por supuesto que había líos y no faltaron algunas trompadas, pero “no se conocían coca ni morfina”, como dice el tango, y en consecuencia todo era distinto. Ahí tocamos el nudo actual de la cuestión: el fondo no es la violencia en el fútbol sino la violencia en esta sociedad nuestra, donde la droga juega un papel protagónico, los delincuentes no responden a los viejos “códigos” y las cosas hay que mirarlas en lo crudas que son.

Por eso, ante todo decimos que no tuvo un buen comienzo el novel Ministro del Interior Dr. Carlos Negro, cuando afirmó que el operativo policial del partido clásico fue “perfecto”, mientras dos de sus subordinados estaban heridos, uno de extrema gravedad. Luego hizo algunas aclaraciones, pero lo dicho fue dicho y en el momento más difícil para la Policía.

Esperábamos, quizás con cierta ingenuidad, que el episodio sirviera para abrir el espacio a un sinceramiento. Se empezó por lo contrario: un Ministro filmado en actitud de exhibir autoridad, cuando estaba renunciando a ejercerla, arrojando toda la responsabilidad en los clubes y olímpicamente proclamando la impotencia del Estado para segregar de los espectáculos públicos a unos pocos centenares de imbéciles, marginales psicológicos o aspirantes a oficiales del narcotráfico.

Decimos espectáculo “público”, porque, como lo explicó en la prensa un respetado expresidente de la Asociación Uruguaya de Fútbol, el Dr. José Luis Corbo, eso es el fútbol, tal cual lo define el Digesto Municipal: “todo acto que que tenga por objeto promover la concurrencia de personas, mediante atractivos dirigidos a suscitar la contemplación, el deleite o cualquier esparcimiento”. Si 40 o 50 mil personas reunidas no son un acto público y, como natural consecuencia, también asunto de “orden público”, sería bueno saber qué lo es. Todos los gobiernos dhan encarado el tema frente a episodios que fueron marcando el cambio en la naturaleza de la cuestión. Ya en 2006 se promulgó una ley creando una “Comisión Honoraria para la Prevención, Control y Erradicación de la Violencia en los Deportes”, a cuyo amparo, en el 2008, se acordó un protocolo de actuación entre el Ministerio del Interior, la Intendencia de Montevideo y la Asociación Uruguaya de Fútbol. A nadie se le había ocurrido entonces que el Estado no iba a estar presente, cumpliendo su deber constitucional (art. 168, inc.1) de “conservar el orden”, ni mucho menos que la Policía iba a desaparecer del espectáculo. Esto vino después, cuando un desquiciado tiró una garrafa desde la tribuna y el gobierno de la época, en 2016, aprovechó las circunstancias para dictar un triste decreto dejando a la Policía afuera del espectáculo. Decreto que nadie ha derogado.

A partir de allí comenzó la cadena de elusiones. Luego que el Ministerio del Interior eludió su responsabilidad, vino la AUF, que es la real organizadora del espectáculo y solo sale detrás del biombo cuando no tiene más remedio. Y entonces, duro con los clubes, responsables de todo… y con absurdas sanciones deportivas que notoriamente no son eficaces. La prueba está. Se quitan puntos, se juega con tribunas vacías, se venden entradas solo al local y al final del día nada sirve ni servirá, porque si no está la fuerza policial, como es su deber, para “disuadir”, “prevenir”,y eventualmente “reprimir”, nada servirá. Somos concientes: hemos usado la palabra trágica, “reprimir”. Asoman entonces el viejo reflejo antipolicíaco de los tiempos tupamaros y las nuevas sensibilidades de los que acaban de descubrir los derechos humanos para saltar ante cualquier episodio inevitable de “represión”.

Es evidente que no se le puede pedir a la Policía, así no más y en frío, que vaya el domingo a reprimir a un enmascarado que tira bengalas. Ni a los clubes a dominar a gente a la que no puede controlar, porque carecen de la necesaria autoridad.

Los clubes gastan fortunas por una seguridad frágil y es bueno que se sepa. Peñarol y Nacional disponen aproximadamente un millón y medio de dólares por año en el rubro. Le pagan al Ministerio del Interior no menos de 500 mil dólares y cerca de 100 mil por las cámaras. Pese a lo cual se hace recaer en ellos toda la responsabiilidad. Que haya dirigentes que -fundamentalmente por temor- han sido complacientes, es verdad. ¿Pero quién se atreve hoy, cuando el propio Fiscal de Flagrancia reconoce que algunos de los que mataron al joven Fiorito en Santa Lucía andan sueltos y van al Estadio pese a que se les condenó a 20 años de prisión?

Entendámonos: aquí todos tenemos responsabilidad. “Culpa” sólo tiene el delincuente que tira la bengala y hiere o mata. Pero responsabilidad tiene el Estado que no exhibe una fuerza policial “disuasoria”; también la AUF, organizadora del espectáculo; por supuesto los clubes en cuanto suelen alentar la acción de estas barras y nosotros, los periodistas, que también debemos defender la autoridad y la acción policial. Si la bengala del clásico hubiera herido a un periodista estaríamos, con razón, poco menos que en pie de guerra, como no lo estamos hoy. Se requiere una gran acción colectiva. Crear una fuerte conciencia pública. Armar un programa cabal. Publicarlo. Asumir cada uno su responsabilidad. Anunciar que se va a actuar para que nadie pueda llamarse a sorpresa.

Un Estado no puede ser impotente para contener a unos pocos cientos de energúmenos. Si fue posible en Inglaterrra con los “hooligans”, ¿por qué aquí no?

Cuesta resignarse a esperar un milagro que no va a aparecer. O a que haya un muerto y entonces salgamos en manada, como lobos hambrientos, a buscar al “culpable”.

Es duro decirlo. Pero no puede ser imposible.