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Los costos, tangibles e intangibles, del conflicto portuario

El levantamiento del conflicto entre la Terminal Cuenca del Plata (TCP) y el sindicato portuario trajo alivio, pero no reparación. Las pérdidas económicas son cuantiosas y el daño reputacional al puerto de Montevideo, incalculable.
Tras veinticinco días de paros intermitentes, bloqueos y una parálisis operativa que afectó el flujo comercial del país, el conflicto entre TCP —la terminal especializada en contenedores del puerto de Montevideo— y el Sindicato Único Portuario y Ramas Afines (SUPRA) llegó a su fin. Sin embargo, más allá del entendimiento alcanzado, el episodio deja tras de sí un rastro de consecuencias que trascienden lo inmediato.
Según estimaciones privadas, las pérdidas económicas rondan los US$ 70 millones, considerando tanto la mercadería detenida como los costos logísticos y contractuales asumidos por los exportadores. Pero el mayor costo no se mide en cifras: se mide en confianza. Durante casi un mes, el principal puerto del país proyectó al exterior la imagen de un enclave estratégico paralizado por disputas sindicales internas y un Estado ausente.
El puerto de Montevideo —pieza clave en la competitividad del comercio exterior uruguayo— había logrado en los últimos años consolidar una reputación de seguridad jurídica, previsibilidad y eficiencia, atributos esenciales para competir con terminales de mayor escala en la región. Esa ventaja intangible, construida a lo largo de décadas, sufrió un golpe severo. La incertidumbre generada entre los armadores y operadores logísticos internacionales tardará en disiparse.
El conflicto pudo y debió haberse evitado. La inacción del gobierno, atrapado entre sus compromisos políticos con el sindicato y su reticencia a intervenir a tiempo, permitió que la situación escalara hasta un punto crítico. Mientras el SUPRA imponía medidas que rozaron el sabotaje y TCP reclamaba garantías mínimas para operar, la administración optó por mirar hacia otro lado, confiando en que el desgaste resolvería el problema por sí solo. No fue así.
Cuando finalmente el Ministerio de Trabajo retomó un rol mediador, el daño ya estaba hecho. Los exportadores habían buscado rutas alternativas, las navieras redireccionaron escalas y los medios internacionales se hacían eco de un país que —paradójicamente— promociona su estabilidad institucional mientras su puerto más importante quedaba semiparalizado.
El desenlace, aunque en apariencia positivo, no puede ocultar la raíz del problema: un Estado que renuncia a ejercer autoridad en nombre de la conveniencia política. El gobierno prefirió preservar su relación con el movimiento sindical antes que proteger un bien público esencial. La pasividad se convirtió así en una forma de complicidad.
El puerto de Montevideo no solo perdió semanas de actividad: perdió credibilidad. Y en el comercio global, donde la confianza vale tanto como la infraestructura, ese daño puede tardar años en repararse.
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