|
El sentido de los actos
Por Julio María Sanguinetti
El dramático episodio de Soriano con un padre enloquecido que se suicida junto a sus hijos ha conmovido al país. Es natural que así sea. Diríamos que así debe ser, porque una sociedad que no se sacuda ante episodios tan trágicos estaría revelando un estado de ánimo colectivo de enfermiza insolidaridad, por decir lo menos.
Desgraciadamente, sin embargo, cada vez que la sociedad recibe esos impactos emocionales se dan dos reacciones tan explicables como peligrosas.
La primera es la cacería de “el culpable”. Bien sabemos que culpable es el que por “acción u omisión” produce un hecho sancionado por la ley. En el caso, ese padre fuera de sí, que antes incluso había intentado suicidarse, es el culpable. No hay otro culpable o cómplice. No busquemos.
Ante el hecho, sin embargo, se desplaza el razonamiento hacia una eventual responsabilidad genérica que se endilga a la sociedad toda. Ella es, como decimos, personal y no colectiva. La atribución confusa, indeterminada, es cómoda para deslindar alguna específica en la acción del Estado pero no explica nada. Se entra entonces en la indagación de si los mecanismos judiciales y administrativos eventualmente obligados hicieron lo debido. En el caso no parece que hubiera omisiones, porque aunque este hombre tuviera tobillera y todas las medidas habituales de prevención, igualmente no se habría podido evitar. Simplemente porque irrumpió violentamente, se llevó sus hijos a la fuerza y luego salió a tal velocidad que solamente un milagro eludía el desenlace.
Desgraciadamente, episodios de análoga naturaleza ocurren con cierta triste frecuencia, aunque no alcancen esa espectacularidad. Sin ir más lejos, el mes pasado, en Pocitos, una madre funcionaria policial en tratamiento psiquiátrico, intentó suicidarse y arrastrar a la muerte a sus tres hijos. La niña mayor logró salvarse ella y a otra hermanita, cuando la madre pretendía que todos se tiraran al vacío desde el balcón de su apartamento. Lo hizo con un bebé, al cual abrazó para lanzarse a la muerte. ¿Era evitable? Probablemente sí, porque la madre no estaba psicológicamente estable, pero eso pasaba por quitarle sus hijos, medida difícil siempre para la administración de justicia.
Ahí entramos, entonces, en la segunda reacción habitual: salir a legislar. No hay peor momento para hacerlo, porque presa de la emoción colectiva, la sociedad presiona psicológicamente a los legisladores para medidas extremas. ¿No oímos con frecuencia voces reclamando hasta la pena de muerte? Además, no es posible reclamarle a las leyes lo que no pueden ofrecer, porque no son el remedio milagroso para superar los problemas de familias problematizadas y miembros con salud psíquica en conflicto. Las leyes dan pautas, crean instituciones para prevenir, deslindan responsabilidades, pero no son ni pueden ser el milagro redentor de los dramas íntimos de las personas ni el servidor de emergencia que supera siempre lo imprevisto.
En el caso, la propuesta es hacia la derogación de la ley de tenencia compartida, que establece la igualdad entre padre y madre en la tutela de los hijos. Justamente, esa situacion jurídica no estaba en juego en el episodio comentado, de modo que lo que ocurrió hubiera acaecido igualmente sin ley. Derogar una normativa que fue largamente discutida y se redactó con mucho cuidado no nos parece que sea el camino. No va a impedir situaciones dramáticas como la vivida, resultado de impulsos momentáneos sorpresivos, muy difíciles de prevenir y evitar.
El tema, naturalmente, nos lleva a los problemas de la estabilidad familiar y de la salud espiritual y psicológica de las personas. ¿Puede el Estado actuar en ese territorio? Sin duda es su deber y lo hace, aunque es —y quizás lo será siempre— insuficiente, especialmente en el cuidado de los niños, que es el mayor bien a proteger. Hemos avanzado legislativa y administrativamente, pero siempre corriendo detrás de situaciones que se han ido agravando con las tendencias actuales de una sociedad en que todas las instituciones están debilitadas, asaltadas por un individualismo confuso, inorgánico, que estimulan las redes sociales.
Puede ser este un buen momento para que el Parlamento, en una comisión especial, revise esos temas, el suicidio, el abandono materno o paterno, la violencia intrafamiliar, procurando información fehaciente, estudiando con calma y asumiendo que las leyes son imprescindibles para establecer los parámetros generales pero no el remedio infalible para males que están mucho más allá de sus normas. Hay que escuchar a los actores sociales y estatales que actúan en estos difíciles temas en que la generalidad nos asoma ante el episodio detonante y estamos lejos de un día a día complejo y sacrificado. Cada hogar es un mundo, las normas son disposiciones abstractas eventualmente aplicables a situaciones muy diversas por seres humanos siempre falibles.
Al final de todas las cuentas y de todas las cuitas, pensemos en la responsabilidad personal. Como dice nuestro siempre recordado Max Weber, “cada acción individual y, en último análisis, la vida en su totalidad… no significa otra cosa que una cadena de decisiones últimas, gracias a las cuales el alma elige, como en Platón, su destino, lo que quiere decir el sentido de sus actos y de su ser”.
|
|
|