El mapa oculto del trabajo infantil

Por Laura Méndez

El trabajo infantil no es un fenómeno nuevo. A pesar de figurar entre las prioridades de los organismos de derechos humanos, millones de niños y adolescentes en el mundo siguen siendo víctimas de explotación laboral. Las guerras, las crisis económicas y la desigualdad son sus principales motores.

Uruguay no está ajeno a este flagelo. Los informes internacionales son contundentes: la erradicación del trabajo infantil requiere educación universal, protección social, ingresos dignos para las familias y marcos legales sólidos. Nuestro país ha registrado avances, pero la cifra de 40.200 niños que trabajan interpela a toda la sociedad.

Son 40.200 gurises que trabajan. Una cifra que, fría en apariencia, esconde historias que duelen: adolescentes que abandonan el liceo para ayudar a sus familias, niñas que acompañan a sus madres en tareas domésticas, niños que cuidan animales en lugar de tener un cuaderno entre las manos.

Factores como la pobreza, la desigualdad, la informalidad económica, la baja capacitación y los hogares monoparentales aumentan el riesgo de trabajo infantil. Porque el dilema no es solo económico, también es ético. Cada niño que trabaja en lugar de jugar, aprender o soñar representa una deuda del presente con el futuro.

El reciente informe ENSANNA 2024 confirma que el 6,8 % de los niños y adolescentes de entre 5 y 17 años trabaja. El trabajo infantil es más frecuente en el interior del país (7,7 %) que en Montevideo (5,2 %). Además, crece con la edad: apenas el 2 % de los niños de 5 a 8 años trabaja, pero la cifra trepa al 10,6 % entre los 15 y 17 años.

El ministro de Trabajo, Juan Castillo, lo resumió con crudeza: “Es un disparate que 40.200 gurises trabajen en Uruguay”.

Tiene razón. Erradicar el trabajo infantil no es una meta estadística: es un imperativo moral que atraviesa la historia uruguaya.

A comienzos del siglo XX, José Batlle y Ordóñez impulsó reformas laborales que buscaban proteger a los más vulnerables. Entre ellas, propuso la prohibición del trabajo de menores de 13 años, la reducción de la jornada y un día de descanso semanal.

Aquellas medidas, pioneras en América Latina, mostraban que el trabajo precoz ya era visto como una injusticia que limitaba el desarrollo humano.

Desde hace unos meses, el Comité Nacional para la Erradicación del Trabajo Infantil (CETI) comenzó a elaborar el primer plan estratégico nacional contra el trabajo infantil, con apoyo de la OIT y UNICEF. El objetivo es coordinar al Estado, sindicatos, empresarios y sociedad civil en una misma dirección.

La región ofrece lecciones valiosas: el Bolsa Família en Brasil y Familias en Acción en Colombia redujeron el trabajo infantil a través de transferencias condicionadas a la escolarización. En Ecuador, el Centro del Muchacho Trabajador acompañó a niños y familias en educación, salud y vivienda.

También existen innovaciones como el Triple Sello en Bolivia y Argentina, que certifica productos libres de trabajo infantil, vinculando el consumo responsable con la protección de derechos.

Batlle y Ordóñez soñó con un Uruguay donde la infancia no fuera mano de obra barata, sino ciudadanía en formación. Más de un siglo después, seguimos lejos de cumplir ese sueño.

No hay excusa económica ni cultural que lo justifique. La infancia no admite prórrogas.

Hoy son 3.300 niños de 5 a 8 años, 21.800 de 9 a 14 y 15.000 adolescentes de 15 a 17 los que trabajan. El país no puede tolerar más esta realidad si quiere honrar su historia.
La lucha contra el trabajo infantil debe asumirse con la misma determinación que en su momento tuvo el batllismo: coraje político, justicia social y un compromiso ético innegociable.