¿Diarquía criolla?

Por Juan Carlos Nogueira

De Esparta a Montevideo: las diarquías nunca terminan bien.

Las diarquías —el gobierno ejercido por dos individuos (del griego di, “dos”, y arché, “poder”)— han sido, a lo largo de la historia, un experimento político tan atractivo como fallido.
La evidencia histórica demuestra que las rivalidades personales, los egos y las ineficiencias propias de la toma de decisiones compartidas terminan por generar conflictos que las conducen invariablemente al fracaso.

La diarquía espartana, vigente desde el siglo IX a. C. hasta el 221 a. C., culminó cuando Cleómenes eliminó a su co-rey y abolió el sistema.
Tras la muerte de Alejandro Magno, Macedonia también experimentó una diarquía entre su hijo y su medio hermano: ambos fueron asesinados por sus propios generales.
En Roma, la dualidad consular (509 a. C.–27 a. C.) acabó cediendo ante el poder unipersonal de Augusto.
Bizancio repitió el modelo en distintas etapas, con resultados igualmente desastrosos debido a luchas internas y a la inestabilidad política.
Incluso la India británica (1919–1935) vivió una forma de diarquía, compartida entre el gobernador británico y un ministro indio electo. Fue abolida por las tensiones coloniales.

El único caso que sobrevive es el del Principado de Andorra, donde desde 1278 existe una diarquía entre el presidente de Francia y el obispo de Urgel. Sin embargo, allí el poder de los copríncipes es meramente ceremonial: el gobierno efectivo lo ejerce el jefe de Gobierno andorrano.

En otras palabras, la única diarquía estable es aquella que no decide.

Fuera de este caso excepcional, todos los ejemplos históricos revelan la ineficiencia y la inestabilidad de este tipo de gobierno.
Mientras que un triunvirato puede resolver disputas mediante mayoría, una diarquía se paraliza ante dos posiciones irreconciliables. El proceso decisorio se vuelve eterno.

Pese a esa evidencia, nuestro propio Poder Ejecutivo parece hoy estar funcionando como una diarquía.

La conferencia de prensa sobre la cancelación del contrato con el astillero Cardama lo puso en evidencia.

Aunque el presidente Orsi tomó la palabra, su intervención pareció más formal que sustantiva.
El verdadero ejercicio del poder se manifestó en la dupla Díaz–Sánchez, cada uno vinculado a las dos principales corrientes del Frente Amplio.

Surgen así interrogantes inevitables:
¿Quién gobierna, entonces?
¿El presidente electo o la pareja que concentra las decisiones políticas y estratégicas?

En esa comparecencia, el presidente pareció cumplir un rol ritual, mientras sus acompañantes daban las señales del mando efectivo.

El panorama es preocupante.
No solo porque las diarquías, históricamente, están condenadas al fracaso, sino porque nuestra Constitución no prevé un Poder Ejecutivo dual.

Cabe preguntarse, por tanto, si las decisiones emanadas de un Ejecutivo que actúa como una diarquía pueden considerarse plenamente legítimas o, en el fondo, inconstitucionales.