Ejemplo de dignidad
Viernes 14 de noviembre de 2025. Lectura: 4'
Por Susana Toricez
La dignidad no depende de los recursos, sino del carácter. Esta historia lo prueba con hechos.
Como era habitual hace algunos años, un padre de familia emigró a los EE. UU., solo. Aquí, y a cargo de dos hijos, quedó su esposa, una mujer joven que no había podido terminar el liceo.
Aparentemente, por ese entonces, al viajero lo habían encandilado las luces del norte, y no se supo más de él.
Esa madre recordaba siempre a don Luis Batlle Berres, cuando servía mesas de comidas a niños muy humildes como ella, de La Teja. Jamás olvidó lo importante que era esa ayuda que recibían los niños de su barrio, que comían gracias a don Luis y a doña Matilde. Allí comprobó de primera mano el ejemplo de cómo procedía una buena persona, en todo sentido.
Quedó sola, sin su esposo y con un niño y una niña que no tendrían más de cuatro o cinco años. Pero, aunque el camino fue duro, jamás renunció a vivir con dignidad.
Trabajando en tareas de servicio y con un sueldo mínimo, se las ingenió para cuidar a esos hijos sin más ayuda que la de su propio esfuerzo.
Como tuvo que dejar el lugar donde vivía, alguien le ofreció una casa abandonada, con la condición de que la hiciera habitable.
La acompañé a verla; por eso comprobé que hacía más de quince años que estaba deshabitada. Era lo que se dice vulgarmente una tapera. Sin ventanas sanas, tenía un sótano lleno de agua y pasto que asomaban por un piso de madera roto, que supuestamente correspondía al piso principal de la vivienda.
Aceptó la casa y, como estaba rodeada de gente trabajadora y ella era una persona muy querida, tuvo la ayuda necesaria para dejarla en condiciones de vivir en ella, ahorrándose así el pago de un alquiler.
Siempre sin saber lo que era el desánimo ni el cansancio, siguió adelante.
Habló en un colegio salesiano con la esperanza de que sus hijos pudieran estudiar allí becados, donde comerían y estarían cuidados mientras ella trabajaba. En su trabajo vendía tortas y empanadas que cocinaba a la noche para complementar sus escasos ingresos.
Impecables con sus túnicas blancas y con esa madre luchadora, fueron tan buenos alumnos que lograron terminar el colegio y luego el liceo, siempre becados. Y siempre sin saber nada de su padre.
Esos hijos tuvieron en aquella mujer, con manos ásperas de lavandina, no sólo madre y padre: tuvieron también alegría y ejemplo de voluntad; tuvieron amor por sobre todas las cosas. Amor por la vida.
Un día apareció el padre, deportado por haber cometido un delito en los EE. UU.
Meses después hizo lo mismo aquí y quedó preso durante nueve años.
La hija, que era adolescente, se encargó de hacer por él todo tipo de trámites. Entraba y salía de los juzgados como si fuera una profesional. Ayudó en todo lo posible a ese hombre que, si bien era su padre, nunca cumplió ese rol. Lo hizo porque la madre nunca les inculcó rencores ni sentimientos negativos hacia nadie.
Por otro lado, y más adelante, el varón, que también era excelente estudiante, comenzó la Facultad. Ese jovencito se iba caminando desde Sayago hasta la Facultad de Medicina para ahorrarse el costo del boleto.
Tiempo después de salir de la cárcel, el padre falleció.
Aquella madre que crió a aquellos niños sola tuvo como recompensa el orgullo de poder ver a su hijo recibido de médico y a su hija recibida de abogada. Hoy son dos reconocidos profesionales.
Por eso, cuando escucho reclamar oportunidades para todos, tengo siempre presente a esa mujer que no tuvo oportunidades, pero las buscó en todo momento, para demostrarle al mundo que se puede ser pobre pero digno. Porque la miseria y la pobreza son cosas distintas. Ser pobre es un “estado” del que se puede salir; en cambio, la miseria es una actitud que, cuando se adopta, es muy difícil de abandonar.
También queda demostrado que se puede vivir sin esperar todo del gobierno.
En la historia de vida que les narré no sólo triunfaron el amor, el esfuerzo, la voluntad y la integridad: triunfó la dignidad, por sobre todas las cosas.
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