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La culpa la tiene Colón

El derribo de estatuas, un impulso muy antiguo, se ha convertido en un nuevo fanatismo que se asimila al racismo y a otras discriminaciones, sostiene Marco Aviles, experto en choques raciales de la Universidad de Pennsylvania.

El 12 de octubre de 1992, en San Cristóbal de las Casas, al sur de México, un hombre trepó al pedestal de la estatua del conquistador Diego de Mazariegos, fundador de la ciudad, y la derribó a martillazos. La imagen cayó ante 15,000 personas que protestaban contra la celebración del Encuentro de Dos Mundos, como se había renombrado al inicio de la conquista europea de este continente. "¡Ya túmbalo! ¡Túmbenlo! ¡Duro! ¡Que caiga!", gritaban los asistentes, según cuenta en su tesis la investigadora Fabiola Ramírez Gutiérrez. Una pierna se desprendió de la estatua. Un joven la recogió y desfiguró a golpes a Mazariegos. Quinientos años después, el conquistado se deshacía del conquistador de manera simbólica. ¿Pero qué culpa tenía aquella estatua? ¿Era necesario destruirla?

Nos hacemos similares preguntas tres décadas después, al contemplar la estatua de Cristóbal Colón que amanece decapitada en Boston, como un hecho simbólico dentro de las protestas contra el racismo en Estados Unidos. Un policía blanco flanqueado por tres colegas asfixió a un ciudadano negro indefenso durante ocho minutos, mientras varios testigos lo grababan, y, al poco tiempo, millones de personas estaban en las calles de docenas de ciudades. ¿Pero qué responsabilidad se le puede atribuir a Colón en aquel crimen? O, para ser más específicos: ¿Por qué el linchamiento de un hombre negro en Mineápolis ha provocado que muchas personas quieran destruir o remover las estatuas de hombres blancos en otras partes del mundo, incluida América Latina?

Destruir estatuas es un impulso tan antiguo que ni siquiera el buen Moisés pudo librarse de la tentación de quemar el becerro que su pueblo comenzó adorar en su ausencia. A nadie se le ocurriría llamar "vándalo" a este soldado del monoteísmo occidental. Pero el adjetivo es corriente cuando describimos a personas fuera de nuestra burbuja cultural.

La municipalidad de San Cristóbal de las Casas inauguró la estatua de Diego de Mazariegos, en 1978, para celebrar los 450 años de la ciudad, pero no consultó la idea con los vecinos indígenas. Consultar con las personas indígenas o negras no es una costumbre muy extendida entre las élites que ahora gobiernan América Latina (como muestran las estrategias para enfrentar la pandemia), y era peor hace cuatro décadas, cuando muchos países ni siquiera tenían congresistas indígenas o, como en el Perú, les impedían votar a menos que supieran leer y escribir. Un regidor le preguntó al alcalde de la ciudad dónde quería colocar la imagen, según describe Ramírez Gutiérrez. El alcalde, José Jiménez Paniagua, ordenó que la pusieran frente a la "Casa Indígena", un local de reunión de estas comunidades, como si fuera una provocación. La estatua no tuvo una vida tranquila. En sus breves 14 años de existencia, personas anónimas le rompieron la espada varias veces y hasta la envolvieron en papel higiénico como a una momia de dibujos animados.

Las estatuas hablan siempre de quien las colocó. "La memoria urbana se teje desde las élites", me dice Maribel Arrelucea, historiadora de la esclavización en América Latina, que sigue con atención la demolición y retiro de imágenes de políticos y militares en Estados Unidos y las preguntas que estos hechos levantan al sur del continente. "Los alcaldes, los presidentes nos van imponiendo a la ciudadanía una memoria selectiva desde los nombres que eligen para las calles, las avenidas o los monumentos que instalan. Eso siempre se ha manejado desde arriba. Por eso me parece fantástico que ahora haya un cuestionamiento a esa memoria desde abajo, desde la ciudadanía". En Estados Unidos, las protestas han generado un terremoto cultural y ahora muchas autoridades dan discursos autocríticos y anuncian planes inimaginables hace apenas un mes. En Richmond, Virginia, el gobernador Ralph Northam trasladará la estatua de Robert E. Lee a un depósito y dejará que la ciudadanía determine su futuro. "Algunas personas protestarán", dijo en una conferencia de prensa. "Dirán que Lee fue un hombre honorable. Pero yo creo en una Virginia que estudia su pasado de manera honesta". Lo que parece un signo de oportunismo o supervivencia política puede leerse también como un reconocimiento oficial de la validez de las preguntas que plantean las protestas. Cuando millones de personas denuncian en las calles el racismo, ¿con qué argumentos puedes mantener en lo alto de una plaza la escultura de un general como Lee, que fue a la guerra para prolongar la esclavitud?

La onda expansiva de estos sucesos se manifiesta al sur del continente en una sensación mediática. Expertas y expertos desfilan en medios de comunicación explicando qué es el racismo, cómo se manifiesta, a quiénes afecta. Las redes sociales lucen saturadas de charlas, conferencias, bibliografías, hilos, testimonios y otras señales de un repentino despertar antirracista con el sello de agua #BlackLivesMatter, casi como un producto Made in Usa. ¿Es así?, le pregunto a Yásnaya Aguilar, lingüista y activista mixe. "Creo que hay que hacerles esa pregunta a las élites blancas de nuestros países, que recién parecen haberse enterado. En los pueblos indígenas la onda de protestas y resistencias ha estado ahí siempre. Por eso, que se hable de un ‘despertar' es más bien un fenómeno que ocurre en las élites, que están más pendientes de Estados Unidos que de nuestros propios países". El destino de las estatuas de Colón en América Latina genera discusiones intensas en redes sociales que no se reflejan en las calles de la región. Ante la aparente falta de interés popular, algunas personas comparten fotos del Colón decapitado en Boston junto con mensajes injustamente lapidarios del tipo: "Nunca haremos algo así en América Latina". Como advierte Aguilar, los que opinan así han llegado tarde y no lo saben.

Los pueblos indígenas en América Latina han cuestionado desde hace mucho el uso político de las imágenes de Colón, pero sus protestas no han generado atención mediática, ni solidaridades multitudinarias, o han sido condenadas como simples actos vandálicos y sin argumentos. La pintora peruana Claudia Coca, que ha trabajado sobre racismo y mestizaje, me indicó un detalle en la estatua de Colón que sobrevive en el centro de Lima, en Perú. El navegante europeo mira serio el horizonte y sostiene la mano de una mujer desnuda que reposa sumisa a sus pies, como símbolo de las Américas. Hay que entender la imagen en su contexto. A mediados del siglo XIX, las élites peruanas de la época intentaban darle coherencia a un país joven, esclavista, donde los indígenas aún no eran vistos como ciudadanos. Europa, por el contrario, encarnaba el ideal de progreso y cultura para sus antiguas colonias, más o menos como hoy Estados Unidos encarna los valores del emprendimiento individualista. Aquella estatua no es solo una pieza de arte, tampoco representa únicamente a Colón; es el manifiesto de una élite que confía en que progresar supone abandonar el salvajismo asociado con lo indígena. Puesta en un pedestal, la estatua tuvo un discurso práctico y pedagógico que hoy resulta desfasado. La ciudadanía que ahora contempla esa imagen es distinta y más compleja que hace siglo y medio, y tiene también mucho más poder para advertir y cuestionar las ideas contenidas en esa imagen. ¿Es racista? ¿Es sexista? ¿Justifica el etnocidio indígena? ¿La solución es derribarla?

Tomar el martillo es también un gesto histórico, como sugería el ensayista mexicano Carlos Monsiváis en "De monumentos cívicos y sus espectadores", un artículo de hace 40 años que parece haber sido escrito para hoy. "Casi el primer acto de liberación de un pueblo es la destrucción de monumentos a los héroes y caudillos que, instantáneamente, han dejado de serlo". Pero hay un matiz: este desenlace solo parece lógico en sociedades que no han logrado conversar para decidir de manera abierta sobre la vigencia y destino de esos símbolos. Las estatuas pueden ser reubicadas, intervenidas y se les puede añadir información. O, como propone Claudia Coca, a Colón se lo puede "desarticular, desmembrar, descomponer en sus capas de significado. Desnudarlo y buscarle un lugar para poder estudiar la barbarie de occidente". Lo peor que podría ocurrir es que hagamos como que esta conversación no existe. Que pretendamos que los monumentos públicos no hablan, no envejecen, no generan preguntas.

Correo de los Viernes.
Publicación Oficial de la Secretaría de Prensa del Foro Batllista.