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El lugar de Franco en la historia

La exhumación del dictador, autorizada por la más alta instancia judicial, sigue motivando reflexiones y enfrentamientos. En ese caso, el historiador Enrique Moradiellos traza un esquema del franquismo que es oportuno reiterar.

Francisco Franco Bahamonde (Ferrol, 1892-Madrid, 1975) fue un militar y político español “africanista” cuya carrera se forjó en un decenio de duras campañas coloniales en Marruecos. La dictadura de Primo de Rivera lo ascendió al generalato para dirigir la Academia General Militar de Zaragoza. Proclamada la República en 1931, en virtud de su conservadurismo mantuvo una relación crítica con el régimen hasta su protagonismo en el aplastamiento de la insurrección de octubre de 1934. Tomó parte en la sublevación militar contra el Gobierno frentepopulista y se alzó con el liderazgo absoluto de los insurgentes como generalísimo de los Ejércitos y jefe del Gobierno del Estado. Su victoria final en la Guerra Civil en 1939, con vital apoyo italo-germano, le consagró como caudillo de España por la gracia de Dios.

En calidad de dictador con poder personal absoluto promovió la configuración de un régimen autoritario y represivo que sufrió un intenso proceso de fascistización durante la Guerra Mundial. Superado el breve ostracismo de posguerra de 1945, permaneció en el poder con cambios cosméticos y notable pragmatismo político hasta su muerte, el 20 de noviembre de 1975

El régimen franquista tuvo, así pues, su base en una dictadura militar de carácter personal, con Franco elegido por sus compañeros de armas para ejercer “todos los poderes del Estado” en nombre del ejército sublevado en 1936. Pero Franco no fue un simple primus inter pares y al Ejército como pilar originario de su poder le sumó otras dos fuentes de legitimidad: la Iglesia católica, que sancionó su esfuerzo bélico como “cruzada por Dios y por España” y proporcionó la ideología suprema del régimen, y la Falange Española Tradicionalista, el partido único configurado por amalgama de todas las fuerzas derechistas, que sería el instrumento para organizar y vigilar a la sociedad civil.

La figura de Franco es hoy un recordatorio de esa historia reciente de España que arrancó con una cruenta Guerra Civil (no menos de medio millón de víctimas mortales, incluyendo 60.000 represaliados en zona republicana y 130.000 en zona franquista). Un conflicto que persistió con una dictadura de los vencedores muy severa y solo clausurada a finales de 1975, hace casi 44 años. Por eso, gran parte de los españoles nacieron, vivieron y (en algunos casos) padecieron aquel régimen en persona. Por eso su recuerdo y su valoración es un factor de identificación poderoso para las generaciones actuales, tanto si lo miran con hostilidad, con benevolencia o con indiferencia (y de todo hay según las encuestas, aunque predominan los indiferentes).

La presencia de la tumba de Franco en la basílica del Valle de los Caídos fue motivo de controversia desde el mismo momento de su enterramiento allí en noviembre de 1975. La cuestión fue abordada por una comisión técnica nombrada por el Gobierno de Rodríguez Zapatero en 2011 que propuso ya su exhumación como paso previo a la resignificación del monumento, que era, por designio y estilo, un homenaje partidista a los muertos del bando franquista en la guerra. Las razones que avalaban la retirada de la tumba de Franco del monumento son básicamente tres:

1. Franco no es un caído en la Guerra Civil. Murió de muerte natural y su presencia entre los muertos enterrados en el Valle de los Caídos (más de 30.000) incumplía el precepto franquista de dedicar el monumento (su basílica, su cruz, su explanada...) al recuerdo de los “mártires de la cruzada” (primero) y luego al de todos los católicos caídos en la guerra (lo que ya incorporaba a republicanos católicos, al menos). Una primera y buena razón para no seguir allí.

2. La tumba de Franco no está en uno de los nichos mortuorios anónimos de las criptas inferiores o de las capillas laterales de la basílica. Está identificado (al contrario que los demás) y ocupa un lugar de honor, justo tras el altar mayor, donde suelen situarse las tumbas de los santos: el lugar de la tumba de san Pedro en el Vaticano en Roma o de Santiago en la catedral de Compostela, por ejemplo. Y estando en ese espacio litúrgico y ceremonial, toda la basílica se convierte en el mausoleo de Franco, quiérase o no esa anomalía tan discutible para buena parte de la ciudadanía del país.

3. En función del peculiar régimen jurídico del monumento, mitad civil y mitad religioso, el mantenimiento del mausoleo de Franco está a cargo de los Presupuestos estatales y de Patrimonio Nacional (como otros edificios de interés histórico). Pero es francamente absurdo que el Estado democrático asuma el coste de ese mantenimiento mientras el monumento tenga esa significación. Después de todo, no tiene a su cargo las tumbas de los jefes de Estado que legalmente precedieron a Franco en su magistratura antes de la guerra: Niceto Alcalá-Zamora y Manuel Azaña.

Por esas grandes razones, cambiar el destino de la tumba de Franco era necesario y habría habido que hacerlo antes y con consenso político y parlamentario amplio y sólido. El reciente fallo del Tribunal Supremo pone las cosas en su sitio: Franco debe estar en el panteón que compró en vida en el cementerio de Mingorrubio, sito en el municipio de El Pardo, donde residió casi 35 años de su vida y donde ya está su esposa.

Enrique Moradiellos es historiador y autor de Franco. Anatomía de un dictador (Turner, 2018).
Correo de los Viernes.
Publicación Oficial de la Secretaría de Prensa del Foro Batllista.