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El oportunismo de la verdad oficial

El intento de establecer una verdad oficial sobre lo que sucedió en la Guerra Civil y la dictadura no ayuda a la estabilidad democrática, sostiene el periodista Juan Luis Cebrián en un enfoque que tiene repercusiones sobre nuestras costas

El presidente Sánchez anunció enfáticamente ante el Congreso de los Diputados que su programa único para ser investido era recuperar la normalidad institucional y llamar a elecciones después de desalojar del poder a un partido corroído por la corrupción y paralizado ante los grandes desafíos que el país tiene por delante. Tan era así que, durante el debate de la moción de censura, reiteradamente ofreció a Mariano Rajoy retirarla si este dimitía. Sin embargo, según pasan los meses, sus acciones evidencian un intento de agotar la legislatura, al tiempo que utiliza la acción de gobierno como oportunista contribución a las diversas campañas electorales que se avecinan.

Dada la debilidad parlamentaria de su Gobierno, la heterogeneidad de los apoyos con los que cuenta y la profundidad de las cuestiones pendientes, su gestión se reduce en gran medida a una política de gestos. Las reformas que España necesita y que el propio PSOE reclama desde hace años precisan establecer algunos consensos básicos que las hagan posibles. Ni el Gobierno y los partidos que le apoyan parecen dispuestos a intentarlo siquiera, ni la oposición tampoco, mucho menos después de que el nuevo líder del Partido Popular haya decidido echarse al monte. De manera que ya casi nadie en la clase política demanda esos grandes pactos a los que aspiran los electores, a comenzar por la prometida reforma constitucional, urgente y necesaria según declaró la ministra Batet nada más estrenar su cartera. Una propuesta así es del todo inviable sin contar con el PP y Ciudadanos, y ya está excluida de antaño por quienes aspiran a un periodo constituyente. Pero tampoco los acuerdos sobre educación o las pensiones pueden abordarse excluyendo del diálogo a conservadores y liberales, y mucho menos cualquier tregua o arreglo del conflicto territorial.

El último gran gesto de Sánchez para galvanizar a la opinión pública ha sido el decreto de exhumación del general Franco y la propuesta de crear una comisión de la verdad que investigue lo que sucedió durante la Guerra Civil y la dictadura. El desalojo de la momia del caudillo, y esperemos que también de los restos del fundador del fascismo español, puede y debe convertirse en un acto simbólico que ayude a la estabilidad de la democracia y la honorabilidad de las instituciones. Pero, a decir verdad, ni la una ni las otras están hoy amenazadas por la derecha fascista, sino por el nacionalpopulismo que ha dividido y enfrentado a la sociedad catalana. El Gobierno socialista debería en cualquier caso haber asumido alguna autocrítica al respecto. Sus veintidós años en el poder, algunos de ellos con mayoría absoluta, no han bastado hasta ahora para tomar esa decisión y es lícito preguntarse por qué. No se aprovechó para ello la Ley de Memoria Histórica de Zapatero, de escasa aplicación, que ahora se quiere reformar. Ni Felipe González emprendió una revisión del antiguo régimen que permitiera reparar agravios y cicatrizar heridas. En el libro El futuro no es lo que era, que hace casi veinte años escribimos al alimón, le preguntaba yo si no hubiera sido pertinente hacer algo así durante la Transición. Él explicó que efectivamente se lo había planteado, pero que atendió la sugerencia del general Gutiérrez Mellado en el sentido de que era demasiado pronto, había demasiadas heridas abiertas por ambas partes y ya el tiempo se encargaría de poner las cosas en su sitio. Gutiérrez Mellado, un héroe de la Transición que se enfrentó valientemente a las metralletas de Tejero en el Congreso de los Diputados, había sido durante la Guerra Civil miembro del servicio de inteligencia franquista infiltrado en el Madrid republicano. Este es solo un ejemplo de lo que en verdad fue la Transición democrática: una reconciliación efectiva entre vencidos y vencedores de la Guerra Civil sin necesidad de comisión oficial ninguna que no fuera la que redactó la Constitución de 1978.

Está fuera de dudas la necesidad de resolver los casos pendientes de reparación a las víctimas de la guerra del bando republicano: aportar financiación pública para el cumplimiento de la ley de la memoria. Pero reconozco mi perplejidad al escuchar las declaraciones en Bolivia del presidente del Gobierno en el sentido de que la comisión de la verdad acordará una versión de país sobre nuestra Guerra Civil. Este intento de establecer una verdad oficial sobre lo que sucedió, frente a las memorias, emociones e informaciones de quienes militaron en diferentes trincheras, parece un empeño tan inútil como peligroso. Lejos de restañar heridas puede contribuir a profundizarlas y es sumamente arriesgado hacerlo sin el apoyo de los partidos fieles a la Constitución en un contexto tan complicado y lábil como el de la actual política española.

Ha habido en el mundo más de treinta comisiones de la verdad en el último medio siglo, muchas de ellas en América Latina. Todas se inscribieron en procesos de transición política o acuerdos de paz. En todos los casos se trataba de buscar vías para la reconciliación entre los bandos enfrentados y una reparación a las víctimas de los conflictos. La intervención en esos procesos de organizaciones o potencias internacionales estaba justificada por la debilidad de las Administraciones de los países protagonistas o por la desconfianza entre las partes signatarias. Y no todas fueron exitosas. Baste recordar las críticas que cosechó la comisión argentina, presidida por un intelectual tan honesto y respetado como Ernesto Sábato, que no se libró de los ataques de los familiares de desaparecidos. La Comisión Sábato fue creada por el presidente Alfonsín cinco días después de que asumiera el poder en sustitución de la junta militar, derrocada tras el fracaso en la guerra de las Malvinas. El presidente Sánchez y el PSOE promueven la suya para investigar lo que sucedió hace casi un siglo, después de cuarenta años de democracia, la mayor parte de ellos bajo Gobiernos socialistas.

El propósito se ampara por lo demás en informes y resoluciones del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, un órgano en el que se sientan una cincuentena de países, muchos de los cuales no cumplen ni de lejos los mínimos estándares de respeto a las libertades y derechos de sus ciudadanos. Afortunadamente, desde este mes de septiembre se hará cargo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos la expresidenta de Chile Michele Bachelet. Ella fue víctima de la dictadura pinochetista y artífice y protagonista de la transición democrática en su país. Su autoridad es una garantía de imparcialidad y estoy seguro de que contribuirá a establecer el sentido común en las deliberaciones. Ojalá sea así porque tratar de llevar adelante un programa como este sin buscar un consenso previo, con un Congreso fragmentado y dividido, un Senado de mayoría absoluta de la derecha y una insurrección civil en Cataluña, arroja una imagen de oportunismo que en nada sirve a la estabilidad democrática.
Correo de los Viernes.
Publicación Oficial de la Secretaría de Prensa del Foro Batllista.