Víctor Hugo Morales o el pasado que no fue

Aún no se puso a la venta, pero el libro de Leonardo Haberkorn y Luciano Álvarez “Las desmemorias de Víctor Hugo Morales” (Editorial Planeta) ya generó un efecto explosivo en la vecina orilla por el adelanto que del mismo realizó Jorge Lanata en su programa “Periodismo para todos” (Canal 13).

El libro de Haberkorn y Álvarez bucea en el pasado de Víctor Hugo Morales en Uruguay con un propósito concreto: desmontar el relato fantasioso que el mencionado relator de fútbol construyera de sí mismo, presentándose como un joven periodista que, en los oscuros años de plomo en nuestro país, se las ingeniaba para aportar su grano de arena a la resistencia antidictatorial desde los medios donde trabajaba.

Ese relato, que muchos uruguayos ya sabíamos fantasioso, nunca había sido cuidadosamente desmentido como ahora, con datos precisos. En realidad, nadie en Uruguay reparaba demasiado en ello, luego de que Morales emigrara a Argentina, porque siempre sentimos orgullo por su faceta profesional como brillante relator de fútbol y hombre excepcionalmente culto para su medio.

¿Qué ocurrió, entonces, para que estos dos colegas compatriotas se embarcaran en una empresa como este libro, que —por los adelantos que hemos leído— dejan en jirones la credibilidad de Morales como periodista?

Para el sujeto del libro, Morales, no es sino la “pata uruguaya” de la gran conspiración del multimedios “Clarín” para destruirlo. Quienes conocemos a Haberkorn y Álvarez, en cambio, sabemos que esa no es la explicación. En cambio nos resulta mucho más creíble la que los autores mismos brindan: la inveterada costumbre de Víctor Hugo Morales de erigirse en juez de sus colegas, dictaminando desde un presuntamente inmaculado púlpito quién ejerce debidamente la profesión y quién no. Para autoelevarse a semejante Olimpo —pensaron los autores— uno tiene que tener un pasado intachable y, justamente, este no era el caso.

El libro repasa varios episodios de la vida de Morales, pero se concentra muy especialmente en su amistad estrecha —por decir lo menos— con los oficiales del Batallón Florida, entonces en pleno barrio Buceo, unidad del Ejército uruguayo de intenso protagonismo en la guerra antisubversiva y usina del contubernio coyuntural entre golpistas y tupamaros en ese período antes del golpe de estado (acotación nuestra).

Entre 1975 y 1979, Víctor Hugo Morales confraternizó intensamente en el Batallón Florida (donde aún había tupamaros presos). Jugaba “picaditos” de fútbol, asistía a las diversas comilonas que allí tenían lugar y, al término de las mismas, concurría junto a los oficiales del batallón a una conocida tanguería de la época. En resumidas cuentas, era “uno más” de la barra.

El libro reproduce una grabación de una de esas reuniones sociales donde Víctor Hugo Morales despide a su amigo el Mayor Juan Carlos Grosso, segundo jefe del Florida, que partía con destino a la misión de paz en Cachemira (India). En su alocución, Morales dice de Grosso:

“Cuando un amigo se va queda un espacio vacío. Mayor Grosso: no lo podrá llenar la presencia de otro amigo. Me gustaría poder dedicarle, como los artistas, canciones o poemas [...] que no sabe hacer cosas artísticas. Igualmente quiero dirigir unas palabras para quien, en muchas oportunidades, yo sé que es algo que le tiene que haber pasado a muchos de los presentes, cuando he tenido algún problema o alguna dificultad —humana, profesional, familiar— ha estado a través del teléfono o de su propia presencia personal para decirme qué necesitás, qué te hace falta, en qué te puedo ayudar. Esa es simplemente una de las tantas facetas del mayor Grosso”.

El hoy coronel retirado Grosso aún no entiende cómo, en 1984, en un reportaje que le realizara el ya desaparecido colega Ramón Mérica, Morales jurara “por lo que más quiero” que “nunca tuve el teléfono de ningún militar”.

Quien tampoco lo entiende es el teniente general retirado Jorge Rosales, ex Comandante en Jefe del Ejército, quien lo recuerda como un buen amigo en aquellos años del Batallón Florida, donde él revistaba entonces.

El libro también repasa la emergente carrera de Víctor Hugo Morales como relator futbolístico y periodista deportivo. Durante esos años, Morales —de inmensa popularidad por su novedosa y brillante forma de relatar— se dedicó sistemáticamente a demonizar a tres personajes del fútbol: los aurinegros Washington Cataldi (presidente del club) y Fernando Morena (legendario jugador), y el tricolor Miguel Ánge Restuccia.

Corresponde recordar que en esos años Cataldi, como ex diputado del Partido Colorado y reconocido opositor, estaba proscripto por la dictadura. Restuccia, a su vez, era un hombre notoriamente vinculado al Partido Nacional y al wilsonismo. O sea, Víctor Hugo Morales, un día sí y otro también, presentaba a dos opositores a la dictadura como los arquetipos de la corrupción en el fútbol, en una tarea perfectamente funcional al discurso dictatorial en torno a “los políticos corruptos”. Fácil era pegarle a ambos dirigentes y erigirse en paladín de la justicia cuando se contaba con la aquiescencia militar para hacerlo. Su prédica dio frutos: Restuccia y otros dirigentes de Nacional fueron procesados con prisión por estafa, aunque luego fueron sobreseídos por completo. Igual el daño ya había sido inflingido y el honor de Restuccia nunca fue reparado por el difamador Morales.

En ese marco de confrontación es que la AUF le prohibe a Morales relatar desde el Estadio Centenario. Una decisión tal vez torpe pero entendible ante quien era un verdadero profesional de la difamación que se parapetaba para ello en sus amistades militares. La prohibición duró poco: la dictadura concurrió rápidamente en su auxilio y por medio de un decreto firmado por el entonces presidente de facto Aparicio Méndez, se declaró nula la decisión de la AUF y Morales pudo volver a relatar. El relator no fue ingrato, ya que desde las páginas del desaparecido vespertirno “Mundocolor” agradeció el gesto de la dictadura: “Sentí una cierta vergüenza por haber distraído [a] nuestros gobernantes en un tema infinitamente menor al que les ocupa día a día [...] Sería veleidoso suponer que conocen mis crónicas. Por eso las felicitaciones están de más, son casi absurdas. Yo no fui respaldado en mi prédica. Apenas (pero eso sí, grandemente) fui defendido en los mismos derechos que usted goza”. En el contexto de la dictadura en su apogeo, esa referencia a “los mismo derechos que usted goza” era una verdadera tomadura de pelo. El punto es que Morales fue “defendido grandemente” por el régimen militar.

Víctor Hugo Morales —evoca el libro— no sólo supo denostar dirigentes del fútbol uruguayo con la bendición militar. Por si ello no fuera suficiente, también supo hacerlo contra los dirigentes argentino, elogiando simultáneamente a la dictadura de Videla. Efectivamente, como se narra en la página 139 del libro, Morales celebró la organización del Campeonato Mundial de Fútbol por Argentina en 1978 en términos que hoy dan vergüenza ajena. Efectivamente, en “Mundocolor” del 4 de julio de 1978, señaló: “Nuestros vecinos hicieron nada menos que un mundial y en el futuro servirá como modelo de organización el esquema, la infraestructura y hasta el espíritu de los argentinos. Como broche de oro a tan destacado proceso, bien respaldados desde arriba, sus jugadores y Menotti pudieron trabajar como quisieron para ganar finalmente el campeonato. Nombres desconocidos hasta ahora como los de (el general Antonio) Merlo y (el vicealmirante Carlos Alberto) Lacoste, sustituyeron a los eternos mandamases de siempre”. Los hombres de la dictadura militar argentina no eran “mandamases” sino unos “desconcidos” que, por fortuna, según Morales, se hicieron cargo de la cosa.

Víctor Hugo Morales, que de furibundo anti-K (al punto de ser despedido del oficial canal 7) pasó sin escalas ni matices a ser furibundo K, se construyó un pasado a la medida del presente y desde allí juzga al mundo. No es así, señor Morales: para juzgar hay que tener el ropero libre de esqueletos y usted tiene un verdadero osario en el suyo.



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