Una epidemia silenciosa que debemos combatir

Por Fátima Barrutta

El 17 de julio fue el Día Nacional de Prevención del Suicidio.

Tal vez no haya palabra más evitada en nuestro vocabulario: "suicidio" evoca a dolor profundo, incomprensión, depresión extrema, autocastigo supremo. Genera interrogantes indignadas o solidaridades inconfesadas. Pero esta vida que vivimos, signada por lo utilitario, el materialismo, el consumismo y la satisfacción de corto plazo, nos lleva a escamotearla, a cambiar de tema, a alejarla incluso de la agenda periodística.

Sin embargo, las cifras divulgadas en los últimos días dan cuenta de una realidad grave, verdaderamente alarmante.

En Uruguay mueren aproximadamente 700 personas al año por esta causa. Casi dos suicidios por día. La ONG Último Recurso ha informado que por cada hecho consumado, hay de diez a doce intentos de autoeliminación. O sea que estaríamos hablando de una base de veinte intentos de suicidio por día. Estos números parecen exagerados, pero no lo son. Porque todos tenemos en nuestro entorno algún caso que los confirma, historias personales de familiares, amigos o vecinos que hablan de este doloroso desapego existencial.

Hay expertos que insisten en que la política de no hablar del tema, porque al hacerlo se lo estaría promoviendo, es una completa falacia. Sí, hay que hablar del suicidio. Hay que informar. Hay que multiplicar los recursos para combatirlo, en lugar de hacer lo que realizó la Intendencia capitalina hace un tiempo, que fue cortar el aporte económico a la ONG ya mencionada, que manejaba la prevención con eficacia y seriedad.

Hay que hablar del tema en el sistema educativo, en los medios de comunicación. Como pasa con el cáncer, otro motivo de angustia de nuestra sociedad, el suicidio debe dejar de ser un tabú para ser colocado a la luz pública: advirtiendo lo que implica y empezando por reconocer que no es una decisión que se toma libremente, porque parte de una depresión, o sea de una enfermedad, de un estado no consciente de la persona. Así, la decisión de suicidarse no es un acto volitivo pleno, sino que está condicionado por causas que encadenan al sujeto, privándole del ejercicio de su libertad de elección.

Es como aquella opción trágica que vivían las víctimas del atentado contra las torres gemelas en 2001: arrinconados entre las llamas, no les quedaba otra escapatoria que arrojarse por la ventana. El suicida siente lo mismo: elige la única vía de escape que encuentra ante la hostilidad o indiferencia de su entorno. Y lo que el Estado debe hacer es justamente combatir esa hostilidad y esa indiferencia: apagar esos fuegos.

Ese incendio puede tener distintas causas. Es cierto que los problemas económicos suelen tener que ver con la decisión de suicidarse, pero hay que ver que el índice actual de autoeliminaciones en Uruguay supera al del año 2002, el de la crisis, y duplica al de la media internacional. Los expertos apuntan a asociar esta tragedia a disfunciones sociales, como el bullying escolar o el mobbing laboral, formas de acoso y hostigamiento que los grupos imponen sobre el diferente, excluyéndolo en forma violenta. Entramados de cobardía y manipulación que se solazan en agredir a víctimas inocentes, para empujarlas a la depresión y el desamparo.

Nuevamente, las causas del deterioro de la convivencia no están en el desempeño económico de la sociedad sino en su decadencia cultural.

El egoísmo, la falta de valores, el descaecimiento de la tolerancia y el espíritu solidario. En suma, una extinción de la espiritualidad, que no tiene nada que ver con el desapego religioso, sino con una actitud ante la vida, en la que deberían primar los valores éticos por sobre las conquistas materiales.

Otra de las falencias que llevan a elevar el índice de suicidios se da en la manera como la sociedad carga de responsabilidades a algunas personas, reclamándoles un aura de invencibilidad que no se compadece con sus posibilidades. Tal es el caso de muchos médicos, cuyas tasas de suicidios duplican las de personas que ejercen otras profesiones. Y por eso se explica también el problema de adicciones a sustancias, que es otra manera de autoflagelarse. Comprender y aceptar las propias limitaciones también es una forma de honrar la existencia.

Allí es donde la política debe operar con urgencia y precisión.

Allí es donde el Estado tiene que ser un activo defensor del derecho a la vida, promoviendo la prevención y una cultura que celebre la existencia en lugar de rechazarla.

Falta mucho por hacer en Uruguay a este respecto y debemos lamentar que haya quienes lo minimicen, poniendo como excusa que los índices de suicidio son altos, solo porque están bien medidos y registrados.

Los buenos registros no son fines en sí mismos, sino medios para concientizar a la sociedad sobre la gravedad del problema y el imprescindible, urgente diseño de una política pública de prevención.

"Si hay alguien que escucha, no hay suicidio".



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