Un abrazo cargado de uruguayidad

Por Santiago Torres

El abrazo de los expresidentes Sanguinetti y Mujica rescata lo mejor de la identidad uruguaya: el reconocimiento en el antagonista de un igual con el cual construir desde la diferencia.

Al día siguiente de la renuncia de los expresidentes Sanguinetti y Mujica a sus respectivas bancas senatoriales, un correligionario me hacía el siguiente comentario: "¿Cuál es el motivo por el que Sanguinetti se despida del Senado al mismo tiempo que Mujica? ¿Qué tenemos que ver nosotros, que somos demócratas, con Mujica? ¿Por qué mezclar la figura de Sanguinetti, un estadista, con la de Mujica, un tupamaro, un tipo que peleó contra la democracia y un presidente desprolijo?".

En las redes pulularon mensajes de idéntico o peor tenor. De uno y otro lado de la incipiente "grieta" que nos atraviesa. Incluso de quienes rechazaban a ambos personajes por representar a "la vieja política", epítome de la hipocresía simbolizada en el abrazo que se dieron.

No voy a referirme a los discursos que ambos pronunciaron, en los que cada uno reafirmó sus respectivas naturalezas ideológicas, políticas y personales. Tampoco rememorar sus peripecias vitales, tan diametralmente opuestas aunque igualmente intensas. Quiero, en cambio, concentrarme en lo que simboliza el abrazo que se dieron.

Ese abrazo es una expresión no de "la vieja política" sino de la buena política que el país, pese a todos los desencuentros que los uruguayos hemos tenido, siempre ha cultivado y que hace a su esencia como nación.

Dos semanas atrás, a propósito de las efemérides del 8 de octubre, escribía que a partir del fin de la Guerra Grande y su "no habrá vencidos ni vencedores", ningún bando -ni siquiera en guerras civiles- postuló que la realización nacional pasara por la erradicación del otro. Las diferencias, aun profundas y sustanciadas por las armas, siempre giraron en torno a cómo organizar la convivencia de los diferentes, cuya existencia recíprocamente daban por supuesta. Esa, precisamente, fue la base de la construcción de esta república que, incluso con sus falencias, es un luminoso ejemplo de fortaleza institucional.

Cuando, por el contrario, se perdió el sentido de unidad en la diferencia y de "no habrá vencidos ni vencedores" y pasamos a "el infierno son los otros", diría Sartre, la institucionalidad se pulverizó, porque desde la voluntad de exterminio del otro no se sostiene la república (el gran drama argentino).

Me consta el buen vínculo personal entre Sanguinetti y Mujica, pero eso no es relevante. La buena política incluso puede superar el enfrentamiento personal. César di Candia, en su libro "Oficio de periodistas", narra una significativa anécdota en torno a Luis Batlle y Luis Alberto de Herrera, que no se dirigían la palabra hacía años:

Años después, en ocasión de la gira electoral de su partido por toda la república, que Herrera a los 86 cumplió sin desfallecimientos, Luis Batlle le dio a su secretario Máximo Garrido su teléfono personal, privadísimo, para que lo llamara si su jefe tenía algún contratiempo de salud:

«Tengo un equipo médico en estado de alerta y un avión ambulancia a su disposición. Ese hombre es una reliquia y hay que cuidarlo. Pero no se lo vaya a decir a él porque seguimos peleados».

Esa es la uruguayidad: republicana, asentada en instituciones antes que en líderes iluminados, que siempre se reconoce en el otro y que hace de esa "otredad" parte de su identidad.

Por eso el abrazo es el mejor gesto que esos dos agonistas nos dejaron a todos los uruguayos, como para que tomemos nota y no olvidemos quiénes somos.




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