Temor e impaciencia, esperanza y realidad

No está claro que los argentinos sean conscientes de la enorme crisis económica y moral que enfrentan y en esa medida se requiere que todos reconozcan que el país transita por un campo minado, sostuvo el Dr. Julio Ma. Sanguinetti en una columna publicada en La Nación y que aquí reproducimos

A propósito de las transiciones de los gobiernos militares a los civiles, hace una treintena de años, publiqué un ensayo que se titulaba “el temor y la impaciencia”. Se trataba de explicar que el éxito de ese proceso pasaba, necesariamente, por administrar esos dos sentimientos, el temor de los que se iban y la impaciencia de los que llegaban.

Hoy la Argentina vive otra transición, esta política, pero que por las características del gobierno anterior, luce como algo parecido. También en este caso, la administración de los sentimientos, de los estados de ánimo, se hace crucial, sobre todo cuando el nuevo gobierno carece de mayorías parlamentarias propias y debe transitar por el sinuoso camino de una gobernabilidad condicionada por las actitudes políticas.

Desde el otro lado del río, advertimos que quienes se fueron no practican la ética de la derrota, consustancial a la democracia. No se resignan a la pérdida del poder, defienden con uñas y dientes el entramado de estructuras clientelísticas que construyeron pacientemente con los dineros públicos y difícilmente contribuyan al equilibrio normal de los poderes.

A su vez, advertimos en quienes votaron al nuevo gobierno, como en todos los otros que no comulgan con el kirchnerismo, un entusiasmo esperanzado, un optimismo contagioso que inspira la acciones de un gobierno muy dinámico, que siente –y siente bien- que no tiene ni espacio ni tiempo para el descanso.

La pregunta es si unos y otros, los de antes como los de ahora, están asentados en una apreciación adecuada de la realidad. Es obvio que la gente del gobierno anterior sustenta fanáticamente su gestión y no acepta las consecuencias del penoso legado que dejó, especialmente en los últimos tres años, cuando la bonanza declinó y al enredado voluntarismo que ya venía de atrás se la añadieron desesperadas medidas de sobrevivencia que terminaron hasta con las reservas monetarias del país.

A su vez, el entusiasmo que inspira al nuevo gobierno es imprescindible para afrontar tarea tan ardua. Sin la convicción de que se puede rescatar a la Argentina para una deseada normalización, difícilmente se alcanzaría. La duda es si ellos –y sobre todo quienes esperan de ellos- son conscientes del campo minado en que caminan. Por cierto ya se lo ha visto inequívocamente en el terreno de la seguridad pública como en el de los déficit de inversión que están detrás de apagones, inundaciones y otras calamidades colectivas. El problema es que, luego de tantos años, hay estructuras burocráticas hormigonadas, redes de corrupción vigentes, tarifas artificiales y provincias deficitarias, que hay que atender en medio de una inflación que genera demandas salariales y un mercado internacional que está lejos de ser el de la década dorada de 2003-2012.

Luchar en tantos frentes a la vez es muy difícil y allí nace el recurrente debate entre los planteos gradualistas y los “choquistas”, que acompaña desde siempre la tarea de toda administración. En ese territorio, el inmovilismo lleva al desastre, pero la acción tiene múltiples opciones. Es como en la medicina: ¿clínica o cirugía? Nadie puede ser partidario extremoso de cualquiera de los dos caminos. Si el mal es grave y urgente, y no reconoce paliativos, no hay otro camino que intervenir; pero siempre ha de ser ante la imposibilidad de no encontrar otra vía menos traumática, que no imponga una cicatrización penosa.

Lo hemos vivido todos los gobiernos. Los planteos drásticos para detener la inflación pueden ser imprescindibles en casos muy extremos. Sin embargo, cuando hay que buscar equilibrios políticos, dialogar con sindicatos, preservar sectores de producción amenazados desde el exterior, es impracticable el choque. Normalmente, va a generar más daño que curación. El tema es que el otro camino, el gradual, es infinitamente más penoso, requiere un día a día absorbente y extenuante, cuidar cada peso, pelear por lo grande y por lo chico, y –por encima de todo- no perder el rumbo. El camino será zigzagueante, porque en política casi nunca la línea recta es la más corta entre dos puntos, pero al mismo tiempo debe conservarse el norte. Nunca hay buen viento para el marino que no tiene claro el destino, decía Lucio Anneo Séneca, y sigue siendo verdad. El tema es que los vientos no los define el capitán y su desafío es no perder el rumbo cuando las circunstancias son adversas y es imposible el avance lineal.

Nada de esto es novedoso. Es, simplemente, el gobierno y la política. Nuestro temor es que demasiadas expectativas conduzcan a una frustración, por desconocimiento de la realidad. La palabra ajuste tan llevada y traída, no define la necesidad del momento. No se trata de equilibrar algunos factores fiscales o de balanza. Estamos ante una transición institucional, social y económica de mucho más calado. Que parte de condiciones extremadamente gravosas. Con un déficit presupuestal del orden del 7% del PIB y una inflación alrededor del 25%, más todas las carencias de inversión que se arrastran, ¿quién puede hacer magia, en un barrio debilitado por la recesión brasileña y un mundo enlenteciéndose detrás de la baja de velocidad china? Nos da la impresión que se hace necesaria una gran operación verdad, que ponga a toda la sociedad argentina delante del enorme desafío que se le plantea. Según Aristóteles, la esperanza es el sueño del hombre despierto. Para mantenerla viva hay que darse un baño de realidad, única prevención posible de lo que podría llegar a ser un injusto desencanto.



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