Sopla un viento de cambio en Uruguay

La vieja raíz republicana de Uruguay reverdece y, bajo el liderazgo de un joven presidente, el país vuelve a mirar el futuro reencontrándose con lo mejor de su historia. Digámoslo sencillamente: el Uruguay de siempre, afirmó el Dr. Julio María Sanguinetti en una columna de opinión publicada en La Nación de Buenos Aires. Damos cabida aquí a esa nota.

El 1º de marzo se inaugura un nuevo gobierno en Uruguay. Así como hace 15 años fue histórica la victoria del Frente Amplio, que rompía una continuidad -casi bicentenaria- de los dos partidos tradicionales, no lo es menos esta alternancia. El poder retorna hacia el centro de la opinión democrática, luego de 15 años de gobiernos hegemónicos de la coalición de los partidos de izquierda, sustentados en una mayoría parlamentaria sólidamente regimentada.

La elección de octubre mostró una clara voluntad de cambio del país. Los partidos opositores llegaron al 54% y el Frente Amplio no alcanzó el 40%, el peor resultado de las últimas cuatro elecciones.

La segunda vuelta resultó más ajustada y como el candidato frentista no reconoció su derrota en la noche de la elección, hubo que esperar el pronunciamiento definitivo de la Corte Electoral, que llegó dos días después, ratificando un resultado que en el primer recuento ya era obvio. La prensa internacional fue conteste en elogiar la manera en que los partidarios de una y otra opción vivieron esa demora, expresándose en la calle en clima de convivencia sin que nadie, además, cuestionara ni por asomo a la autoridad que llevaba a cabo el escrutinio de los votos.

Asume ahora el doctor Luis Lacalle Pou, hijo del expresidente Luis Alberto Lacalle de Herrera y miembro de una familia con cinco generaciones de relevancia política. Es un político joven, de 46 años, pero ya con una trayectoria parlamentaria de veinte, que lo llevó a postularse sin éxito en la elección pasada. En esta oportunidad, con una campaña impecable y un discurso moderno y conciliador, conquistó una victoria que lo erige, más que como líder del Partido Nacional, en conductor de una coalición "multicolor" que congrega a cinco partidos. La tradición política nacional es la de los acuerdos para gobernar, pero esta vez hay más actores en danza y ello introduce una novedad.

Esta concertación incluye al histórico Partido Colorado, el Partido Independiente (una centroizquierda moderada) y la novedad de dos partidos nuevos, el Cabildo Abierto y el de la Gente, ya de hecho desintegrado. El "Cabildo", en cambio, postulando como candidato al excomandante en jefe del Ejército general Guido Manini, se ubicó, sorpresivamente, como tercera fuerza de la coalición, con una importante bancada parlamentaria. El hecho es que, si bien los dos partidos tradicionales sumados aventajaron al Frente Amplio, la mayor diferencia la hizo esta nueva agrupación, que recogió -aun en barrios humildes- la imagen de autoridad que representó esta figura militar, en un país que vive, a su escala, una situación de inseguridad desconocida.

Más allá de la irrupción de estas nuevas colectividades, el sistema político uruguayo resiste y en estos tiempos de revuelta e insatisfacción no deja de ser un gran activo democrático, cimiento de un clima de estabilidad política y jurídica que se preserva.

Luego de la década de mejores precios internacionales de la historia, el Frente Amplio deja el gobierno con un déficit fiscal grave (del orden del 5% del PBI), una desocupación preocupante (en torno al 10%) y una situación de inseguridad inédita que ha sido decisiva para su derrota. Ella incluye una presencia del narcotráfico internacional que, montado encima del clima de permisivismo que significó la legalización de la marihuana y su distribución por el Estado, ha traído la novedad del sicariato y los ajustes de cuentas entre bandas urbanas.

El pasaje de esa coalición por el gobierno, más allá de un balance negativo, puede anotar en su haber histórico que, lejos de sacudir "hasta las raíces de los árboles" como prometió, no alteró las estructuras fundamentales. Ni desconoció la deuda externa ni nacionalizó la banca y, lejos de la vieja consigna de la reforma agraria, vivió el mayor proceso de extranjerización de la tierra de la historia uruguaya. Lo que ocurrió, sí, es que administraron una economía de mercado no creyendo en ella, con la siempre presente sobrevivencia de los viejos prejuicios que contaminaron su visión internacional, su enfoque de la seguridad y de la educación. Con todo, puede señalarse, como una suerte de paradoja, que viejos guerrilleros tupamaros, en su tiempo armados para derribar la "democracia burguesa" a costa de mucha sangre, no solo ocuparon la presidencia con Mujica, sino que comandaron las Fuerzas Armadas en fuerte sintonía con el mundo militar.

Sopla entonces un viento de cambio. Uruguay dejará de ser cómplice de la dictadura venezolana, para reencontrarse con su mejor tradición internacional. Se asumirá el fenómeno de la inseguridad desde el ángulo de proteger a la sociedad y no desde la falacia del delincuente víctima -y no victimario- de la injusta "sociedad capitalista". Las políticas sociales, históricas en un Estado benefactor construido a principios del siglo XX bajo el liderazgo de José Batlle y Ordóñez, vuelven a pensarse como búsqueda de la igualdad de oportunidades y no mecanismos clientelistas que congelan la pobreza. Acaso lo más importante, en perspectiva histórica, sea que se proyecta un cambio sustantivo en el sistema educativo, hoy con resultados entristecedores para un país que, junto a la Argentina, fue en su tiempo la vanguardia del hemisferio, con Sarmiento y José Pedro Varela como líderes históricos.

Son tiempos difíciles para todos los gobiernos. Cada día resulta más esquivo equilibrar las posibilidades económicas con las expectativas de una clase media que habita en la sociedad de consumo y cuyas necesidades crecen exponencialmente. La revolución tecnológica cambia modos de producir y revoluciona el empleo. Es una modernización constante, que impone la permanencia del cambio. El nuevo gobierno uruguayo se apresta a guiar ese proceso con esperanza. Cuenta con la garantía de una Justicia falible pero independiente y una estabilidad política y jurídica que estimulan la inversión. Le pesa, sin embargo, un Estado hoy demasiado caro, remanente del despilfarro de los años de bonanza. Por encima de todo, sin embargo, importa que la vieja raíz republicana reverdece y que, bajo el liderazgo de un joven presidente, el país vuelve a mirar el futuro reencontrándose con lo mejor de su historia. Digámoslo sencillamente: el Uruguay de siempre.



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