Petróleo, trabajo, ética...

Varios ciudadanos inteligentes han expresado su deseo de que no haya petróleo y que ojalá sigamos dependiendo solamente de nuestro trabajo.

Es entendible. El petróleo es algo así como sacar la lotería. Viene una empresa extranjera, lo descubre y, sin invertir nada como país, nos da el 60 o 70% de lo que extrae. Esa riqueza, además, no genera casi ningún trabajo, fuera de algún pequeño conjunto de gente muy especializada.

En países de economías inmaduras, ese descubrimiento generó desarrollos tan distorsionados como los del Golfo Pérsico o la propia Venezuela, una especie de país de la Jauja, que en sus tiempos gloriosos ostentaba la más baja fiscalidad, la peor productividad en el trabajo, el combustible regalado y además los focos de corrupción que se desenvolvían en ese entorno. De más está decir que el petróleo, en su tiempo, generó también guerras por su control y desató, en muchos países, políticas nacionalistas que normalmente sustituyeron los abusos de las compañías extranjeras con abusos iguales o peores de los locales.

También puede ocurrir lo que pasó en Holanda, un país altamente desarrollado. Ese flujo financiero fortaleció la moneda local, hizo difícil la exportación normal de su producción y terminó generando una distorsión de la que tuvo que salir con sacrificio.

Los riesgos, entonces, son indudables. Están a la vista. Pero la enfermedad no es del petróleo sino de la sociedad que lo recibe. Si sacamos la lotería podemos ir desaforados al casino o comprar una mejor casa para vivir; dilapidar o invertir en bienestar. Con lo que produzca el petróleo podemos fomentar la tendencia a la burocracia, muy propia de nuestros países latinoamericanos, o crear una reserva estratégica nacional que sirva para regular los altibajos de sus precios y genere intereses que puedan usarse en inversiones reproductivas, como hace Noruega, que no toca el capital.

Para el caso que pueda aparecer el mentado petróleo, se estima que recién en el 2022 podría empezar a producirse, si es que las reservas son suficientes en calidad y cantidad para una explotación económicamente viable, en un momento de bajísimos precios de venta. Estos plazos nos permiten hoy, con tiempo y sin apremios, definir las políticas necesarias y establecer los necesarios resguardos legales que nos preserven del despilfarro.

¿Podemos ser tan poca cosa como sociedad que no seamos capaces de evitar la psicología del nuevo rico y corramos encandilados detrás de esta “plata dulce” que nos liberaría del esfuerzo de producir mejor todo aquello que hoy hacemos?

Aun con petróleo, y aunque fuera bastante, el Uruguay no dejará de ser un país que dependa de su producción agrícola, de su industria de transformación, de sus actividades de servicios vinculadas a su posición geográfica y del acceso a las nuevas tecnologías que ya son cada día más relevantes. Esta es y será nuestra realidad y en ella es que deberemos perseverar para aspirar a un desarrollo realmente sustentable. Ese nuevo rubro, si aparece, tendrá que estar al estricto servicio de esa economía compleja, concebida como sustento de una sociedad moderna y globalizada. No es imposible por cierto, hacerlo. No podemos resignarnos a pensar que nos arrastrará la tentación al despilfarro y que, como adolescentes embriagados, caeremos en la decadencia ética.

Felizmente, el mundo es un buen catálogo de desastres que nos ilustra sobre lo que no hay que hacer. Los desaguisados de empresas como Petrobras, saqueada por políticos rapaces e inmorales; los abusos de PEMEX o aun nuestros propios desarreglos de Ancap, nos dicen qué es lo que hay que evitar.

En cualquier caso, más allá de nuestros deseos, aparecerá o no aparecerá. Y si ocurre que emerja, se tratará de un bien que acrecerá el patrimonio nacional y aumentará la riqueza del conjunto. Solo se trata de que, justamente, tengamos la madurez necesaria para que él sirva a las necesidades de un armónico desarrollo económico y social.



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