Omisión y silencio oficial ante la ola delictiva

La sociedad se ha conmovido por los asesinatos y las asonadas que se produjeron en los últimos días y tiene un sentimiento de desamparo ante la ausencia oficial.

El crecimiento dramático de la tasa de homicidios, las sangrientas represalias entre bandas de narcotraficantes y las asonadas en importantes y transitadas avenidas, han pautado en los últimos días un preocupante incremento de la inseguridad, ante lo cual llama la atención —y provoca desolación— el silencio y la inacción de las autoridades.

Hasta el momento de escribir este editorial, ni el Ministro de Interior ni el Presidente de la República se han referido a esos hechos del fin de semana último, ni siquiera para expresar un mínimo sentimiento de condolencia ante el terrible asesinato de la cajera del supermercado, Florencia Cabrera. El Presidente Vázquez salió en televisión para hablar de la organización del campeonato mundial de fútbol de 2030 y luego le vimos en su alterada intervención callejera ante los productores. El Ministro Bonomi, cuya presencia en los informativos es habitualmente abusiva, se llamó a un ominoso silencio. La Justicia no procesó a ninguna de las personas que cometieron furiosas asonadas en Avenida Italia primero y en Avenida Dámaso A. Larrañaga después, pese a que varias de ellas fueron detenidas y filmadas. Mientras tanto, se informó que bandas de narcotraficantes volvieron a imponer “su ley” en Casavalle, desalojando a varias familias para utilizar sus viviendas como bases operativas. No hubo reacciones de la Justicia o de la Policía ante esta última denuncia, que expresa la derrota parcial o definitiva de la presencia estatal.

La persecución del asesino de la cajera Florencia Cabrera, Christian Pastorino, “el Kiki”, da cuenta también de una serie de omisiones. La Policía lo venía persiguiendo sin éxito desde diciembre, cuando asesinó a su mujer, pero esa búsqueda no dio resultados, lo que fue señalado por la Fiscalía, que había dispuesto cinco órdenes de allanamiento para apresarlo, antes de que cometiera su nuevo asesinato. Finalmente, el Ministerio tuvo que poner a un equipo especial en la búsqueda del joven delincuente —relegando a los policías que hacía dos meses que lo buscaban— y en tres días se le ubicó y acorraló. Esa crónica provoca desconfianza y sospecha.

Ante esta cadena de desgracias, la población siente temor y prevalece un sentimiento de desolación, ya que sufre la abdicación de las obligaciones del Estado, que debe cuidar la vida de las personas y combatir dura y eficazmente al delito, exactamente lo contrario de lo que ocurre cotidianamente.

La actuación del Ministro Bonomi ya ha sido suficientemente juzgada. Campeón de la cultura del “yo no fui” —hasta llegó culpabilizar a las víctimas de robos y asesinatos— está resignado ante las violentas operaciones del narcotráfico, con las cuales claramente no puede. Es vergonzoso que el Estado no pueda intervenir con toda su fuerza legal y moral en esas cinco manzanas de Casavalle donde, según el Fiscal de Corte Dr. Díaz, se producen la mitad de los asesinatos que se registran en el país. Pero el Ministerio aparece también en retirada ante la ola de asesinatos y asaltos y es indudable su omisión respecto a la custodia de los comercios, para lo que el Ministro Bonomi había prometido las tareas de un grupo especial de policías eventuales, lo que nunca se concretó. Así como Bonomi sostenía la increíble tesis de que la Policía no debía actuar en los espectáculos deportivos, es posible que ahora argumente que no puede ni debe custodiar los comercios, aunque ellos sean escenarios de viles asesinatos de clientes o de comerciantes.

No hay soluciones fáciles para encarar este proceso. Los tremendismos que se plantearon estos días —medidas prontas de seguridad, pena de muerte, presencia militar en las calles para combatir a los delincuentes— terminan siendo irresponsables porque ninguno de ellos prosperará con la actual integración del Parlamento, además de que cada uno de esos extremos puede ser de discutible eficacia y, a la vez, acarrear otros males tal vez peores. Pero del otro lado, la omisión oficial se parece cada vez más a una ceguera cobarde: los gobernantes no quieren ver lo que pasa, no quieren escuchar, no quieren enterarse, aunque sigan siendo asesinadas personas inocentes.

Todos sabemos que estos dramas empezaran a enmendarse cuando haya un cambio de gobierno que asuma con responsabilidad y eficacia sus obligaciones básicas. Pero mientras ello ocurre, corresponde reclamar de los actuales gobernantes un mínimo de sensibilidad y de presencia para garantizar algunas metas que son elementales: el Estado debe apresar a los delincuentes y recluirlos durante muchos años, la Justicia y la Policía deben estar y actuar en todo el territorio, sin “zonas liberadas”; la vida de las personas debe ser preservada como el bien principal y el gobierno debe por lo tanto desplegar todos los medios legales a su alcance con esos objetivos, sin excusas ni pretextos. El gobierno no puede —ni debe— renunciar a sus obligaciones, que son sus fines primarios, dejando el campo libre a los delincuentes.



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