López Obrador merece tener éxito en la reconstrucción de la esperanza

El nuevo México que propugna el presidente López Obrador no es un eslogan político sino una necesidad sentida y apoyada por amplias capas de la población incluso entre quienes no le votaron. Merece la pena desearles éxito, sostiene el periodista Juan Luis Cebrián en esa nota que nos interesa reproducir.

"¿Comunista yo? El comunismo es algo muy antiguo. Yo soy un liberal. Desde que la democracia existe las adscripciones políticas, los principios y las ideologías se resumen en realidad en esos dos grandes bloques: liberales y conservadores. Y yo soy un liberal”.

El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), tiene unos ojos claros y una sonrisa pícara que le confieren un cierto aire de ingenuidad, algunos podrían advertir incluso un deje de dulzura, solo matizado por su singular talento político y sus aires de visionario. Nos hizo esa declaración cuando llevábamos casi dos horas platicando en la antesala de su despacho, el mismo que ocupara Benito Juárez. Allí estábamos un grupo de juristas y analistas políticos involucrados en la defensa del Estado de derecho como pilar fundamental de la democracia; entre ellos no faltaban los escépticos de que el proyecto que AMLO ha puesto en marcha tras su arrolladora victoria acabe con éxito. La transparencia de su discurso, su concreción y la seguridad con que lo pronuncia, terminó no obstante por convencer, y aún encandilar, a los más reacios. Es, pensé, todo un encantador de serpientes y nosotros somos los reptiles.

Al margen de los asuntos económicos, delegados en los tecnócratas de su Gobierno, y de la política exterior, sobre la que confiesa no es ningún especialista, sus esfuerzos se concentran prioritariamente en dos objetivos: la lucha contra la corrupción y contra la oleada de violencia que desde hace sexenios no ha hecho sino crecer en el país. Dos cuestiones que no han de resolverse de la noche a la mañana y que demandan una convicción y un coraje en la acción política de primer orden. López Obrador es el presidente que más poder ha acumulado a lo largo de la historia de México, con la sola excepción de Porfirio Díaz. Pero este terminó sus días en el exilio, mientras que la reforma que persigue el actual ocupante de la Silla del Águila encarna los deseos y las aspiraciones de una enorme multitud de ciudadanos mexicanos por encima de ideologías y aun de clases sociales.

No conviene menospreciar sin embargo las fortalezas del sistema político mexicano que nació de la revolución de octubre y plasmó su identidad en la Constitución de 1917. Hace ya décadas, en ocasión de unas críticas que yo mismo hice sobre las carencias democráticas del PRI, el profesor Maurice Duverger, respetado intelectual de la época como experto analista de los sistemas constitucionales, me hizo una observación que permitía contemplar el escenario desde otro punto de vista. “En México no hay auténtica democracia —señaló entonces—, como prácticamente en ninguna de las repúblicas de América Latina. Pero es preciso reconocer el valor de la estabilidad de su régimen, el único de toda la región que en más de 60 años no ha padecido un solo golpe de Estado”. El precio de la estabilidad fue la ausencia de libertad en un régimen que mantenía formalidades democráticas. Tras la aventura del comandante Marcos en Chiapas hubo un paso adelante encabezado por el presidente Zedillo, al que su partido nunca perdonó que convocara elecciones auténticamente libres al final de su mandato. Permitió así que el principal partido de la oposición llegara al poder. Después fracasaron todos los intentos de incorporación del sistema a la democracia del siglo XXI. Corrupción y violencia han mancillado el desempeño de un país que en muchos aspectos es ya una potencia y cuyas virtudes y éxitos contrastan con la desigualdad social y la exclusión que padecen millones de ciudadanos.

López Obrador es una consecuencia de dicha realidad que tantos se han empeñado en despreciar durante tanto tiempo. Abandera las promesas de construir una democracia social avanzada. Su práctica política está teñida de populismo y la verbosidad de que hace gala linda en ocasiones con la demagogia. Pero no es un advenedizo al poder ni un revolucionario al uso. Fue un buen alcalde de la Ciudad de México, en donde ya ensayó algunas fórmulas políticas que utiliza en la actualidad, como las ruedas de prensa mañaneras. También un correoso candidato a la presidencia en repetidas ocasiones, con lo que podría escribir mejor que ningún otro presidente de cualquier país el verdadero manual de resistencia. Por lo demás hasta sus más fieros enemigos reconocen que es honesto a carta cabal, lo que de por sí es una cualidad no tan frecuente en la azarosa clase política mexicana. La regeneración que persigue es más que un eslogan y se centra en proyectos legislativos concretos que merecen apoyo, aunque cuentan con la ventaja de que las cámaras están controladas mayoritariamente por el movimiento que le ha llevado a presidir el Ejecutivo. Su propósito es que la lucha sin cuartel contra la corrupción no se convierta en una vendetta contra sus predecesores en el cargo sino en un punto final que permita mirar adelante. Pero para que algo así surta un efecto regenerador es preciso antes conocer la verdad de lo sucedido. La memoria histórica en el México de hoy concierne sobre todo a la aclaración de homicidios que en el pasado reciente fueron permitidos o incluso promovidos por determinados poderes públicos; también saldrán a la luz coimas y sobornos que algunas empresas realizaron a cambio de concesiones del poder. Eso justifica el miedo de quienes pretenden argumentar con ideologías la simple y llana vulneración de la ley.

En mi reciente viaje al país azteca he podido comprobar la preocupación de sectores del empresariado ante la posibilidad de que las reformas constitucionales que se anuncian y la campaña contra la pobreza que el presidente lidera puedan derivar en un proceso de inspiración bolivariana. Me parece una aprensión absolutamente infundada, basada en la ignorancia o en la ambición según los casos. Con sus errores y aciertos, AMLO se presenta ante quien le quiera oír como un patriota que quiere ser presidente de todos los mexicanos y no solo de quienes le votaron. Y aspira a que su ley de punto final, se llame como se llame, suponga la reconciliación del país consigo mismo y con su historia. En su visión, las cartas al rey Felipe y al papa Francisco sobre Hernán Cortés se inscriben en esa senda: pretenden abrir primero un debate sobre los excesos de la colonia y de las repúblicas independientes contra los pueblos originarios, para llegar después a una reconciliación que afecta desde luego a la historia de México, pero también a la de España. Por lo demás, en este mundo descabezado de ilusiones, Andrés Manuel López Obrador puede reemplazar el liderazgo de una esperanza para América Latina que en su día ejerció Lula. Para eso es preciso que las fuerzas tradicionales del sistema comprendan la necesidad del cambio y se muestren dispuestas a colaborar.

Algunos aspiran a que el proceso desemboque en un periodo constituyente y en la elaboración de nuevas leyes que limiten los excesos del poder, en colusión frecuente y a veces delictiva con los que se ufanan de ser los dueños del país. Resulta esencial por lo mismo garantizar la independencia de los tribunales y la seguridad en el ejercicio de su función. La tarea no será fácil pero la oportunidad está ahí. Un sector no desdeñable del empresariado local e inversores extranjeros, españoles incluidos, conspiró activamente antes de las elecciones contra la candidatura del actual mandatario. Este ha incurrido en errores de bulto que él justifica con su voluntad decidida de hacer honor a sus promesas electorales. Muchos de los conjurados en su contra parecen darse cuenta ahora de que el poder actual lo va a seguir siendo durante los próximos seis años y piensan que más vale ayudar a que le vaya bien al país aunque quien lo gobierne no sea de su agrado. Si la visión del presidente termina por germinar en la creación de un nuevo modelo para México, quizá no sea un sexenio, sino el tiempo de una generación el mínimo necesario para consolidarse. Ese nuevo México no es ya en cualquier caso un eslogan político sino una necesidad sentida y apoyada por amplias capas de la población incluso entre quienes no le votaron. Merece la pena desearles éxito.



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