Las últimas palabras de José Batlle y Ordóñez

Por Angelina Rios

“¡A condición de que no me despierten si me encuentran dormido!”

El 20 de octubre pasado se cumplieron 85 años de la muerte de José Batlle y Ordoñez, motivo por el cual, el Comité Ejecutivo Nacional del Partido Colorado, realizó una sesión conmemorativa al líder histórico.

La asamblea, de carácter abierta y presidida por Andrea Maddalena, se desarrolló en la Casa del Partido y contó con la presencia del candidato presidencial Pedro Bordaberry, del expresidente Jorge Batlle, de legisladores, dirigentes y varios correligionarios.

Ese lunes, la prensa escrita, de televisión y radio daba cuenta de los discursos del secretario general del Partido, Max Sapolinski y del candidato presidencial Pedro Bordaberry. Ambos hicieron un repaso de la vida de José Batlle y Ordoñez, reivindicando la vigencia de su ideario y destacando principalmente la influencia que tuvo éste en la elaboración del actual Programa de gobierno.

En estas fechas, donde los Colorados nos sentimos orgullosos de ser Colorados, por lo que significa integrar un Partido que construyó un país justo, republicano y libre, y donde además la reflexión en estos días, a dos de las Elecciones Nacionales, nos sensibiliza y se apodera de nuestros pensamientos -ya que de nuestro voto depende el rumbo que seguirá el Uruguay-, decidimos hacer un alto y hurgar en las crónicas de un 20 de octubre y nos detuvimos en un artículo en especial, escrito en el primer aniversario de la muerte de José Batlle y Ordoñez.

El artículo al que hago referencia lo escribió, su mano derecha, Domingo Arena y fue publicado por el diario EL DIA, el 20 de octubre de 1930, bajo el título “Recuerdos. Anécdotas. Reflexiones. La muerte!...”.

Allí como su título lo anticipa, la narración recorre toda la vida de Batlle, destacándose entre otros temas: su actividad, sus planes de futuro, sus ideas políticas, sus dolorosos recuerdos de la guerra, el porqué se hizo político, su primer viaje a Europa, su concepto de amistad, la razón de su anticlericalismo, sus conceptos sobre el periodismo, su ingreso al hospital, su preocupación por los enfermos y hasta sus últimas palabras.

Escribía Domingo Arena en su artículo:

“En los últimos días de hospital Batlle parecía que estaba completamente mejorado. Llamaba la atención que no recobrase rápidamente fuerzas, como se esperaba de su recio organismo, pero ello se atribuía al ambiente y se esperaba que todo pasase en cuanto estuviese en su casa. Como ésta quedaba distante, se buscaba una céntrica, donde pudiera ser más fácilmente atendido por su médico. Este y quienes habían colaborado con él en los últimos días se mostraban optimistas. Al episodio cardíaco lo daban por terminado. Hasta parecía que no había por qué tomarlo en cuenta para la segunda intervención, que habría que realizarle transcurridos algunos meses.”

“Así llegó la mañana del 20 de octubre, que nadie soñaba que había de sernos tan funesta. Estuve junto a Batlle a las once en punto, ¡lo encontré tan bien que lo felicité por su aspecto! Tosía es cierto, bastante y se aplicaba mentol, pero era lo corriente. Estaban con él el doctor Pacheco y Barrandeguy. Este último le llevaba la noticia de que había tomado un lindo departamento en el Parque Hotel, y en consecuencia se comenzó a planear la mudanza para el día siguiente. Empezamos a hacer bromas sobre la vida agradable que haríamos en el nuevo domicilio, y hasta lo amenacé con instalarme también, tentado por el confort. Un rato después nos quedamos solos y empezamos a hablar seriamente. Me pidió novedades. Le contesté que sólo había leído EL DIA que él había visto también. Me arguyó que ciertas secciones del diario parecían descuidadas, y convinimos que pronto podríamos remediar muchos detalles, escribiendo yo sobre los temas que conversáramos como habíamos hecho otras veces. Se lamentó que la espera del segundo tiempo operatorio le impusiera varios meses de inactividad: se resarciría después en cuanto lo restaurasen razonablemente. Saltando sobre diversos temas le hablé de la excelente impresión que me había producido la última batalla municipal de César, lo que le iluminó el rostro en una amplia sonrisa, como se saborease en silencio el placer de sentirse dignamente continuado. No recuerdo cómo ni por qué, aludía a la actuación parlamentaria de su sobrino Luis, subrayándole que se estaba destacando tanto su inteligencia, como por su dedicación y energía. Me contestó muy complacido que aquello era natural y lo había esperado. Tanto aquél como sus hermanos, me dijo, salen al padre: “el pobre Luis era muy inteligente”- “Y además muy bueno -le repliqué- recuerdo que Irureta Goyena le llamaba el santo fracasado!”-. La referencia lo hizo sonreír de nuevo con plácida tristeza.”

“Eran alrededor de las doce. Yo nunca, absolutamente nunca, salía de allí antes de la una. Ese día, la Providencia –que ya me señaló, acordándome el triste privilegio de recoger la última palabra de Batlle, y volvió a señalarme, singularmente, más tarde, deteniendo el féretro en el memorable cortejo fúnebre, precisamente debajo de los balcones del doctor Lago, donde lo esperaba la última despedida – ese día repito, tejiendo una complicada madeja de coincidencias, me obligó a dejar el Hospital mucho antes de lo acostumbrado, con el deliberado propósito, sin duda, de que no asistiese al trágico derrumbe de la Montaña! Interrumpí bruscamente, casi absurdamente la conversación, para decirle que lo iba a dejar a aquella inusitada hora, porque habíamos convenido con mi hermano ir a la ópera rusa para festejar su mejoría. Abrazándolo en un gesto habitual, como si lo hiciese con una columna inconmovible, agregué: “Pero antes de ir al teatro, lo vendremos a ver”. A lo que me comentó dirigiéndome su última cariñosa mirada: “¡A condición de que no me despierten si me encuentran dormido!”. Al entornar la puerta para salir, sentí su último golpe de tos.”

“Diez minutos después estaba en casa de mi hermano y me sentaba a la mesa alegremente. No había probado bocado, cuando sonó el teléfono. Me anunciaban que Batlle no estaba bien y que se requería mi presencia. ¡Un helado escalofrío me recorrió el cuerpo! En un instante estuve en el hospital. El recibimiento del doctor Stajano me anunciaba algo terrible. El resto me lo dijeron, sin hablarme, Marcos Batlle, desolado, cadavérico, y el pobre moreno Mendieta, que agobiado, junto a la puerta, ya mortuoria, era la obscura imagen de la desolación! Me desplomé sollozante en los primeros brazos que me acogieron. ¡Batlle había muerto! Se lo había llevado un segundo síncope. ¡La sensación suave, dulce, voluptuosa del anterior, que él habría defendido si la hubiese visto en peligro! ¡Había tenido la muerte deseada, la sin duda merecida, la que en su insobrepujable altruismo anhelara para todos los vivientes como justificación del Creador!”

“¡Así se fue Batlle, el hombre más bueno, más justo, más abnegado, más probo, más fuerte que he conocido, una de las contexturas morales más finas que ha producido la humanidad, sin duda uno de esos raros seres de alta excepción, que la Naturaleza, para probar su genio, funde, con paréntesis seculares, rompiendo el molde en seguida! ¿Por qué la irreparable catástrofe no me detiene infinitamente desolado? ¡Porque no me acostumbro a sentirlo muerto, tal vez porque no esté realmente muerto, sin duda porque siento demasiado vivamente que el inmenso valor intrínseco que fue su vida, no podrá perderse jamás, por haberse incorporado, total y definitivamente, al alma colectiva de un gran Partido”.

Después de esta formidable crónica de Domingo Arena, que nos conmueve y nos retrotrae a una época anhelada nada podemos agregar, sólo tal vez -a dos días de las Elecciones Nacionales- recordar esta frase de José Batlle y Ordoñez: “Yo no puedo ser un presidente como mis antecesores. Mi deber es hacer sentir que bajo mi égida, la democracia es una verdad, y que por algo se hacen elecciones”.



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