Las próximas elecciones en Guatemala y el laberinto de la democracia en Centroamérica

Guatemala, como otros países centroamericanos, es una democracia con signos de deterioro. De cara a las elecciones presidenciales de 2023, la crisis de liderazgos y el veto de candidaturas por legalismos pueden ser grandes amenazas, asegura el académico Edgar Ortiz Romero en una columna para Letras Libres que reproducimos.

Salvo Costa Rica, cuya democracia nace en 1949, los países centroamericanos tienen democracias de reciente creación. La transición nicaragüense se interrumpió por el triunfo del sandinismo, pero finalmente se oficializó con las elecciones de 1990 y la derrota de Daniel Ortega. El Salvador y Guatemala debieron pasar, además, por procesos de paz en 1992 y 1996, respectivamente.

Tanto en Honduras como en El Salvador se consolidó el bipartidismo. En el primer país finalizó con la victoria de Xiomara Castro en enero de 2022; en el segundo con la de Nayib Bukele en 2019. Guatemala, en cambio, ha sido una democracia sin partidos políticos sólidos. Desde la apertura democrática, en 1986, jamás un partido político ganó la presidencia más de una vez. Sin embargo, aunque los partidos cambian de nombre y de color, las estructuras del poder se mantienen.

Si bien el sistema político no responde a un proyecto personalista, como en los casos de El Salvador y Nicaragua, la democracia guatemalteca, como las del resto de la región, muestra claros signos de deterioro. Se trata de un ejemplo de fragmentación del poder político; de hecho, la figura presidencial ha pasado a un rango de primus inter pares y los poderes locales, a veces permeados por la corrupción y el crimen organizado, constituyen la base de un sistema que ha cobrado vida propia y reta al poder central.

Si nos guiamos por el Índice de Democracia de la Unidad de Inteligencia de la revista británica The Economist, únicamente Costa Rica aparece como una democracia plena en la región. Guatemala, El Salvador y Honduras califican como regímenes híbridos y Nicaragua, no puede ser de otro modo, como un régimen autoritario. Estos cuatro países tienen una nota más baja que en 2006, año en que se publicó la primera edición del índice. Pese a que Costa Rica ha sido históricamente la mejor de la clase, no está exenta de peligros. Recientemente eligió como presidente a Rodrigo Chaves, un político que ganó las elecciones, con el nivel de abstencionismo más alto de la historia de la democracia tica, jugando una carta antisistema. Chaves ya ha encendido algunas alarmas por sus ataques a la prensa.

Dejando a un lado el peculiar caso costarricense, los países centroamericanos comparten algunos problemas comunes que explican el debilitamiento de sus frágiles democracias. En primer lugar, si bien nuestras transiciones democráticas lograron organizar elecciones relativamente transparentes, esto no ha sido suficiente. Una democracia moderna se basa en la premisa de que los funcionarios electos están sujetos a mecanismos de rendición de cuentas. Pero los diseños institucionales de la región carecen de los mecanismos de control para evitar el ejercicio arbitrario del poder.

En segundo lugar, los contrapesos institucionales son débiles. Parte del manual regional de los políticos en el poder ha consistido en tomar el control del sistema de justicia, en ocasiones para sortear la prohibición de la reelección presidencial, tan común en las constituciones centroamericanas. El último en lograrlo fue Nayib Bukele, en 2021, con la destitución de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia y el consecuente nombramiento de magistrados afines, que han habilitado su reelección pese a la prohibición constitucional. Lo de El Salvador ha sido una réplica de lo visto en Honduras cuando Juan Orlando Hernández se benefició de un fallo del 2015 que le permitió reelegirse, pese a una prohibición constitucional dictada por una Corte Suprema que había sido previamente reemplazada con jueces afines. Daniel Ortega hizo lo propio en 2009.

El tercer elemento en común es la debilidad del Estado y los altos niveles de corrupción. Siguiendo a Yuen Yuen Ang en China's gilded age (2020), no toda la corrupción es igual ni tiene el mismo impacto. Hay cierto tipo de corrupción que, además de imponer costos sociales, es letal porque drena los recursos públicos y privados y deteriora la calidad institucional. En el caso que nos ocupa, han surgido élites políticas que viven del saqueo de los recursos del Estado y, además, se vuelven adictas a la impunidad. De este modo, logran extraer rentas de actividades ilícitas tales como la aplicación selectiva de la regulación, de las aduanas, de la justicia misma, etc. Esto erosiona la institucionalidad pública y profundiza la impunidad.

Otro elemento que agrava los males antes citados es el narcotráfico. A partir del combate al narcotráfico en Colombia a comienzos de siglo, Centroamérica se convirtió en la principal ruta de paso de cocaína hacia Estados Unidos. La incursión de este tipo de organización criminal en los débiles Estados centroamericanos ha sido catastrófica y resulta más obvia a nivel de gobiernos locales. No obstante, la extradición del expresidente hondureño Juan Orlando Hernández por cargos de narcotráfico sugiere que ha podido penetrar en altas esferas de los gobiernos regionales.

La comunidad internacional respondió a estos problemas. Primero, con la promoción y posterior instalación de una Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), auspiciada por Naciones Unidas (2008-2019); segundo, con la creación en Honduras de la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad (MACCIH) mediante un acuerdo firmado con la OEA en 2016. En el caso salvadoreño, se formó la Comisión Internacional Contra la Impunidad en El Salvador (CICIES), similar a la MACCIH, aunque no duró ni dos años.

Estos experimentos consiguieron imputar a poderosas figuras políticas, pero al final del día fue como insertar un software de punta en un viejo y desactualizado ordenador. Los débiles sistemas de justicia no tenían la capacidad ni la independencia para llevar a buen puerto el esfuerzo. Para las élites políticas esto fue una amenaza existencial y en consecuencia se radicalizaron: acabaron con las comisiones anticorrupción y, en el caso hondureño, se aprobaron leyes que blindaron la corrupción. En Guatemala, por su parte, se aprobó una legislación que baja considerablemente los costos para quienes cometen delitos de corrupción.

En este contexto, Guatemala irá a elecciones generales en 2023. A diferencia del resto de la región, como ya se indicó, la reelección presidencial no está permitida ni está sobre la mesa. Sin embargo, hay otros riesgos que deben tenerse presentes. Hasta octubre de 2022, en esta pequeña nación de dieciocho millones de habitantes se cuentan veintiocho partidos políticos registrados y la cifra podría llegar, fácilmente, a los treinta y cuatro. Sin embargo, la combinación de una legislación electoral poco clara, criterios jurisprudenciales deficientes del tribunal constitucional y una autoridad electoral cuya independencia está en entredicho, podría traer como consecuencia que muchos candidatos no tengan la posibilidad de registrarse y competir. En la elección de 2019, cuatro candidatos presidenciales fueron descalificados por cuestiones legales bastante discutibles. Estos vicios del sistema podrían profundizarse el año que viene y traer como consecuencia una elección con una legitimidad cuestionable.

Hay una crisis de liderazgos políticos en el país. Las pocas encuestas recientes sugieren que el principal activo de los políticos guatemaltecos es su posicionamiento como líderes conocidos por la población, pero ningún candidato despierta el entusiasmo del electorado.

Por una parte, veremos en el ruedo a la exprimera dama y líder del partido Unidad Nacional de la Esperanza (UNE), Sandra Torres, quien fue derrotada en segunda vuelta en las elecciones de 2015 y 2019. Pese a su alto nivel de posicionamiento público, el antivoto le complica una teórica victoria en segunda vuelta. La Constitución guatemalteca, además, exige más del 50% de votos para ganar en primera vuelta, algo que nunca ha ocurrido en la historia democrática de la nación. Aunque enfrenta un caso penal por financiación irregular de campañas, en octubre de 2022 un tribunal ordenó su libertad condicional y podrá participar. Eventualmente, tendría problemas si las acusaciones en su contra se traducen en una sentencia desfavorable o si revocan su libertad condicional, escenarios improbables pero no descartables.

Por otra parte, tenemos a Zury Ríos, la líder del Partido Valor, hija del exmilitar y expresidente de facto, Efraín Ríos Montt, quien no pudo participar en las elecciones de 2019 por un fallo de la Corte de Constitucionalidad. El tribunal consideró que el artículo 186 de la Constitución de Guatemala impide que se lancen al ruedo electoral los parientes de los caudillos, de los jefes de un golpe de Estado, o de quienes asuman la jefatura de gobierno como resultado de una ruptura del orden constitucional. Ríos Montt acudió a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y en mayo de 2022 se alcanzó una solución amistosa con el Estado de Guatemala. Sin embargo, el acuerdo poco hace por aclarar si puede o no competir en las elecciones de 2023 y es altamente probable que la Corte de Constitucionalidad, con una composición diferente a la de 2019, decida su suerte.

En el resto del tablero electoral no hay mucho más. Edmond Mulet, del Partido Cabal, quien ocupó el tercer lugar en las elecciones de 2019 con 11%, aparece entre los más conocidos. También Thelma Cabrera, líder del partido antisistema Movimiento para la Liberación de los Pueblos, que aboga por la refundación del Estado guatemalteco. Este movimiento ha mostrado su apoyo a Evo Morales y a Nicolás Maduro; en las elecciones de 2019 lograron un inesperado cuarto lugar con el 10.37% de los votos. Parece una votación escasa, pero hay que recordar que el actual presidente, Alejandro Giammattei, ganó las elecciones en segunda vuelta tras lograr apenas el 13.96% de los votos en primera vuelta. Las elecciones de 2023 no serán muy distintas.

De este modo, la pregunta más importante para el futuro de la democracia guatemalteca no es quién es favorito para ganar la elección, sino cuáles candidatos conseguirán registrarse y competir por la presidencia. El veto de candidaturas, fundadas en legalismos, puede ser la nota distintiva y la gran amenaza de las elecciones de 2023.




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