La posverdad tupamara

Los tupamaros insisten en tergiversar la historia a través del “relato”. Han sido pioneros —mucho antes de que el neologismo fuera inventado por el ambientalista David Roberts— en el manejo de la “posverdad”.

Carlos Flores era un muchacho de tan solo 23 años. Vivía en La Teja, trabajaba en el diario “Época” —vocero de la izquierda radical— y desarrollaba actividades en la Asociación Cristiana de Jóvenes. Además, integraba el MLN-Tupamaros.

Aquel aciago 22 de diciembre de 1966, la incipiente guerrilla pero ya con sus finanzas exhaustas, decide dar un golpe contra FUNSA, que recibiría la remesa para hacer frente a sueldos y aguinaldos.

Un equipo de guerrilleros, entre los que se encontraba Flores y también el tristemente célebre aventurero argentino Nell Tacci (que provenía de la extrema derecha argentina y se había reorientado a la izquierda), en una camioneta robada días antes (“levantada”, según la jerga tupamara), se dirige hacia FUNSA. En el camino, la camioneta es identificada por un amigo del propietario de ésta y da aviso a la Policía, la que envía un móvil a interceptarlo. Se produce un intercambio de disparos y allí cae el joven Flores.

Fue el bautismo de sangre de los tupamaros.

Por estos días, al cumplirse 50 años del episodio, el MLN ha decidido reivindicar a Carlos Flores como “el primer caído en combate”. El diputado Alejandro Sánchez del MPP lo evocó en un tuit, acompañado de la foto de un muro sobre Avenida Italia donde se recuerda a Flores: “Hoy los muros también lo recuerdan. Habrá patria pa todos!” (sic).

Es cierto, cayó “en combate”, como señalan los tupamaros en su lenguaje castrense. Deberían acotar —aunque nunca lo harán— que Carlos Flores murió combatiendo contra la democracia uruguaya, la que hacía menos de un mes había celebrado elecciones impolutas. Contra ese marco de convivencia civilizada es que el MLN combatía.

El que no estaba involucrado en combate alguno —y los tupamaros no lo recordarán ni para pedir perdón— era Pascasio Ramón Báez, un humilde peón rural de 48 años, de cuya muerte también se ha cumplido por estos días un nuevo aniversario.

En octubre de 1971, Báez, buscando un caballo perdido, se adentró en la estancia “Espartaco”, desconociendo que el lugar era un campo de entrenamiento del MLN. Así, de pura casualidad, se dio de bruces con una “tatucera” (guarida) de la que justo estaba saliendo un guerrillero.

Báez fue inmediatamente “detenido” por los tupamaros, que lo mantuvieron secuestrado alrededor de dos meses. Sus captores manejaron tres opciones acerca de qué hacer con el infortunado peón: 1) enviarlo a Chile, 2) mantenerlo secuestrado indefinidamente o 3) matarlo. Se decidieron por lo último, lo que ejecutaron un 21 de diciembre de 1971, inyectándole una sobredosis de pentotal sódico.

No contentos con haber ultimado al inocente peón, los tupamaros procedieron a “desaparecerlo”, siendo descubierto su cuerpo recién en junio de 1972 cuando cayó la “tatucera”. Un modus operandi repetido: en abril de ese mismo año, los tupamaros habían asesinado a fierrazos en el cráneo a Roque Arteche, un “gambusa” (delincuente común reclutado por el MLN), procediendo a inhumar su cadáver en un baldío en Carrasco. Unos perros desenterraron su cuerpo tiempo después. Como se advierte, los primeros “desaparecedores” fueron los tupamaros.

Así, las trágicas peripecias de Carlos Flores y Pascasio Báez quedan unidas no sólo por la casi coincidencia en la fecha de sus respectivas muertes sino por la sangrienta espiral de violencia en que el MLN sumió al país.

Pero se privilegia “el relato” por sobre la historia, seleccionando hechos y ocultando convenientemente otros, no sólo para el auto-bombo sino para justificar lo injustificable. Unos capos en el manejo de la “posverdad”, como quien dice.



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