La ira de los chalecos amarillos

Que el contrato social se deshace en Europa es algo cada vez más visible. La lástima, como tristemente sucede con demasiadas cosas, es que no lo hayamos visto venir, sostiene Máriam Martínez Bascuñán politóloga y directora de la sección Opinión de “El País de Madrid.

Que el contrato social se deshace en Europa es algo cada vez más visible. La lástima, como tristemente sucede con demasiadas cosas, es que no lo hayamos visto venir. La lógica de la felicidad para todos impuesta por la macdonalización del planeta tras la caída del telón de acero acabó explotándonos en la cara en forma de crisis financiera. Nuestro onanista mundo occidental lleva décadas contemplando una globalización que se expande ingobernable sin tomar cartas en el asunto: somos más ricos, pero más desiguales, y eso ha generado una quiebra de la cohesión social traducida en desempleo, inseguridad económica y descontento. Comprobamos ahora que esa polarización de rentas que ha vaciado los bolsillos de las clases medias produce a su vez polarización política, un fenómeno que impacta directamente sobre la estabilidad de la democracia.

Esa colisión del conflicto social sobre el mundo político es tan vieja como Marx, pero sus efectos espaciales se concretan hoy en una nueva geografía social, una fractura que aleja las zonas rurales y las regiones desindustrializadas de las grandes urbes, que monopolizan el empleo y el bienestar de los ciudadanos. Es lo que Christophe Guilluy denomina “la Francia periférica”, el lugar en el que residen los trabajadores, pero no el trabajo, y el enclave concreto donde ha nacido el ruidoso movimiento de los chalecos amarillos. Y aunque la distinción puede resultar simplista (las ciudades están atravesadas por múltiples divisiones y fracturas), lo cierto es que la globalización no ha sido capaz de generar un modelo cohesivo. Mientras unos sienten que se quedan atrás, los otros, urbanitas abiertos al mundo, viven paradójicamente cercados y de espaldas a sus propios compatriotas, que se ven rezagados ante los nuevos cambios.

Es la contradicción que explota el populismo: los climas de indignación generan sus particulares monstruos, y esta, más que otra cosa, sería la característica de los chalecos amarillos: su parte expresiva, la nueva cólera de los que ya no cuentan. Lo peor es que, al elevar la ira y el resentimiento a categoría política, se genera la falacia de que Mélenchon y Le Pen sí escuchan al “pueblo” porque están allí donde la furia colectiva implosiona violentamente. Esos héroes patéticos que insuflan con su sentimentalismo nuevos estados de ánimo resultarían cómicos si no estuvieran jugando con fuego. Esto no va de la subida de los carburantes, sino de derrocar a un Gobierno autista y torpe, sí, pero legítimo; un Gobierno cuya caída podría terminar por coronar a Le Pen. Si esta crisis social, aprovechada por el lirismo sombrío de los oportunistas, tuviera fuerza como para derribar a Macron… ¡Ay! Pobre Francia y pobre Europa.



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