La homeopatía en el banquillo

La publicación de las memorias del científico Edzard Ernst, quien calificó a la homeopatía como pseudociencia engañosa, remueve otra vez la polémica y genera, según el periodista de ciencia de El País de Madrid, Javier Salas una bienvenida apuesta a la racionalidad.

Vivimos tiempos extraños, tiempos en los que la verdad se ha puesto de moda, pero para llevarle la contraria, para ponerle apellidos y prefijos. Los prejuicios personales han logrado imponerse demasiadas veces a los hechos. Los datos siempre pueden ser discutidos, pero usando elementos contrastables y, sobre todo, aportando pruebas. Todo eso parece haberse roto. Si tú dices que eso es una mesa, yo digo que son treinta millones de unicornios... y los dos tenemos derecho a que sea atendida nuestra versión y además en igualdad de condiciones. Los medios y las redes abruman de tal forma a los ciudadanos que cada uno puede bañarse en el tsunami de infoxicación que más le interese y disfrutar de su burbuja sin molestas disonancias. No hablo solo de política. En la salud están funcionando los mismos mecanismos, tan absurdos como terribles, que han perturbado algunos procesos democráticos. El cuestionamiento de toda autoridad (médica), la deslegitimación de los expertos (en favor de los charlatanes), la búsqueda de esquemas personales que sirvan para explicar el mundo (al margen de la ciencia), el ombliguismo antisocial (como el caso de los antivacunas), los relatos falsos, las fake news, las informaciones inventadas a las que la única credibilidad que se les reclama es que encajen con nuestros prejuicios. El mundo de la salud, la medicina y el bienestar se ha convertido en un campo de batalla permanente en el que, de pronto, las creencias personales desempeñan un papel fundamental e inesperado. El amimefuncionismo («a mí me funciona» tal o cual tratamiento sin aval científico) es el trumpismo sanitario. Da igual que mi organismo se vaya al garete, que mi país se desmorone, lo importante es mantener mi visión de las cosas. Lo que necesito es que el político de turno me diga que la culpa es de los inmigrantes y que sin ellos se solucionarán mis desdichas laborales; que el falso médico me diga que puedo curarme un cáncer con remedios sencillos, sin sacrificios, arrinconando un problema emocional o tomando vitaminas.

La homeopatía es solo una de las ciento cuarenta pseudoterapias que tiene catalogadas el Ministerio de Sanidad español, una más de las docenas de técnicas y prácticas que se atribuyen capacidades curativas que no han sido capaces de demostrar. Es más, la homeopatía no solo no ha probado que pueda curar: es que ni siquiera ha mostrado cómo podría hacerlo. Sus defensores no han podido explicar qué inaudito sendero medicinal llevaría a esas bolitas de azúcar a curar enfermedades. La homeopatía se ha convertido en el tablero de juego de muchas de estas partidas dialécticas de las que hablábamos más arriba: los hechos y las percepciones, los datos y las voluntades, la ciencia y la creencia. Pero hubo un tiempo en que ni se planteaba este debate, en que nadie ponía sus fichas en el tablero para enfrentarlas a las bolitas de azúcar.

El caso de Edzard Ernst es quizá el ejemplo más interesante que uno se pueda encontrar en la historia reciente de alguien que logra superar un sesgo tan personal, tan íntimo como el sistema de creencias que una madre puede inculcarle a un hijo. Porque Ernst, al que conocemos por haber sido durante muchos años el azote solitario de las pseudociencias, fue educado en las bondades de la homeopatía. Le pusieron el nombre de un curandero del que su madre era devota. «La medicina alternativa siempre estuvo ahí, a mi alrededor. Y me sentía perfectamente cómodo con ella», dice Ernst al comienzo de sus ejemplares memorias. Siguiendo la estela de su madre y de su padre, médico, terminaría en un hospital homeopático nada más acabar su formación en medicina. «Basándome en esta temprana experiencia personal, yo tenía la impresión de que a menudo la homeopatía era eficaz», escribe. Su trabajo en ese hospital le permitiría dar respuesta a la siguiente paradoja: ¿cómo pueden funcionar estos remedios homeopáticos si en las clases de farmacología de la facultad explican que los principios de la homeopatía son un completo disparate? El joven Ernst se hacía preguntas. Sería el primero en responderlas con firmeza.

En los últimos años han cosechado una gran popularidad la psicología conductual y algunos de sus pioneros, como el Nobel Daniel Kahneman. En sus trabajos, estos psicólogos nos han mostrado cómo funciona el cerebro humano al tomar decisiones. Y resulta que muchas de las decisiones ya han sido tomadas de antemano: nuestro cerebro está predispuesto a rechazar todo aquello que «discuta» su sistema de creencias. Si recibe un nuevo dato, el cerebro se encarga de hacerlo encajar en su esquema mental, con calzador si es necesario, o bien lo rechaza negando su veracidad. Es lo que se conoce como sesgos cognitivos: mecanismos que usamos para engrasar la masa gris, evitando que el roce con la realidad haga que salten chispas en nuestras neuronas. Esto provoca que incluso llegue a ser contraproducente usar datos contrastados para intentar sacar a alguien de su error. En muchas ocasiones se desencadena el efecto backfire («tiro por la culata») provocando que el sujeto se encierre todavía más en su discurso al rechazar la información que desmonta su manera de pensar.

Ernst, que no tenía ni idea de lo emocional y politizado —ahora diríamos polarizado— que estaba el debate en torno a la medicina alternativa, se hizo con un puesto precisamente para estudiarla. Fue cuando comprendió que la ciencia debe ser «crítica» a pesar de lo que opinaban sus colegas en el mundo de la medicina alternativa, que no sentían la necesidad de cuestionar ni comprobar sus tradiciones, ideas y postulados. Ahí este investigador novato se encontró con el primero de sus problemas: cómo poner a prueba una pseudoterapia. Uno de los pasajes más divertidos del libro es la narración que hace el propio Ernst de cómo fue diseñando los ensayos clínicos para que fueran homologables, con doble ciego, con grupo de control, etc. Con una pastilla es fácil medir el efecto placebo dándoles a los pacientes una píldora falsa que no contenga ningún medicamento. Pero ¿cómo medir el efecto placebo con tipos que aseguran curar mediante imposición de manos? Cuando Ernst empezó a atinar en el diseño de sus estudios, encontró el segundo (y mayor) de sus problemas: la resistencia, primero, y la radical oposición, después, de los propios curanderos y pseudoterapeutas a quienes quería estudiar. Estos personajes «jugaban» a la ciencia y a la medicina, hasta que Ernst descubrió que sus planteamientos y actitudes eran más propios de las religiones: el dogma del País de las Maravillas no se pone en duda.

Y así, prácticamente solo, contra viento y marea, sin conocimientos previos sobre cómo plantear estos ensayos clínicos, Ernst fue construyendo un corpus científico que iba desmontando poco a poco las mentiras de la pseudociencia. Y lo que quizá es aún más interesante, fue tumbando con su propio trabajo las creencias que su madre le había inculcado. Pasó de ser un joven médico homeópata al mayor azote de esa falsa medicina. Así, Ernst logró quizá el éxito más poderoso: que un cerebro cambiara por completo su sistema de creencias a la luz de las evidencias que iba recopilando. Si un cerebro humano pudo, todos podemos. Hay esperanza.



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