La historia reciente y las próximas elecciones

Por Adolfo Castells Mendívil

Érase una vez, un pequeño país de clima templado y cielo azul, con una estupenda vista al Río de la Plata, en la esquina del Océano Atlántico. La segunda Guerra Mundial terminaba dejando como secuelas los restos del Graf Spee y una gran prosperidad económica y social, dentro de un perfecto funcionamiento de las instituciones democráticas, de la mano de las dos grandes colectividades tradicionales: colorados y nacionalistas.

Las izquierdas se dividían en un comunismo estalinista, coherente consigo mismo, verticalista y soviético y un socialismo utópico y romántico dominado por la inteligente figura de Emilio Frugoni. Eran también las épocas divertidas de Domingo Torterelli y sus locas promesas, únicamente igualadas 60 años después, aunque mucho más aburridas y divagantes, por los candidatos “progresistas”.

En la década de los sesenta, habían surgido dos intentos de renovación dentro de las izquierdas: la más o menos exitosa del FIDEL y la desastrosa de la Unión Popular. Esa frustrada experiencia electoral es la que lleva por el camino de las armas al núcleo que sería la guerrilla urbana uruguaya, el MLN-Tupamaros.

Probadamente creado para derrocar a la democracia (y no a una dictadura que no existía) y establecer en nuestro país un régimen a imagen del cubano, ese movimiento revolucionario que publicitaron como el más importante de América Latina, fue el que menos tiempo pudo resistir a unas Fuerzas Armadas que, no sólo no estaban preparadas para la lucha antisubversiva, sino que estaban acotadas por las limitaciones constitucionales.

Y de la mano de esos -considerados en medios intelectualoides primer mundistas-“románticos guerrilleros”, la tiranía finalmente se instaló cuando ya José Mujica y muchos de los actuales gobernantes —entonces terroristas— estaban presos.

Es verdad que en ese período las condiciones de reclusión fueron infrahumanas, pero similares a las que sufrieron los ciudadanos detenidos por los tupamaros, en las “cárceles del pueblo”.

Amanece el año 1985 con el retorno a la democracia, los tupamaros presos son amnistiados, pero también los procesados sin condena definitiva y aquellos que nunca fueron procesados ni condenados y los que nunca pisaron una comisaría ni un cuartel ni un juzgado, porque eran desconocidos para las autoridades o porque, habiendo sido identificados, no pudieron ser hallados o lograron huir al extranjero.

Los funcionarios destituidos son restituidos; los exiliados retornan a la patria; se recomponen carreras administrativas y el Parlamento aprueba la ley de Caducidad de la pretensión punitiva del Estado (amnistía para los militares) posteriormente ratificada por el pueblo oriental, en el referéndum de 1989.

Precisamente en ese acto electoral emerge por primera vez la figura —aún en segundo plano— de un oncólogo socialista, el doctor Tabaré Vázquez, que había sido un privilegiado de la dictadura, ocupando cargos y funciones vedadas entonces, para cualquier persona sospechosa de ser de izquierda.

En 1989, el Dr. Vázquez sería electo Intendente de Montevideo representando al Frente Amplio, conglomerado fundado en 1971 y actualmente integrado por tupamaros, marxistas, socialistas, izquierdistas independientes, veintiseismarcistas, trotkistas, anarquistas, maoístas, nuevoespacistas, democristianos, PT, PST, CS, etc. hasta llegar a 38 grupos.

Es de subrayar que Vázquez recibió una Intendencia Municipal con un superávit de 13 millones de dólares y la dejó —sin solucionar ninguno de los grandes problemas, con miles de funcionarios más y una entrega total al sindicato ADEOM— con un déficit de US$ 25 millones.

Y así llegamos a la presidencia de Tabaré Vázquez, elección en que el Partido Colorado tiene la peor votación de su historia y por eso las izquierdas se alzan con el poder en la primera vuelta electoral.

Obviamente, todos nosotros los que no las votamos, sabíamos que el 1º de marzo del 2005 tendríamos que asistir al nacimiento de otro régimen político que no sería el que deseábamos. Sin embargo, ingenuamente —quizás— algunos pensamos que las izquierdas en 34 años habían tenido tiempo demás de prepararse para las tareas de gobierno.

Por lo cual, seguramente, tendrían un equipo de primer nivel para cada sector de la administración, que se desempeñaría con solvencia y conocimiento de causa en la dirección trazada, para llegar a metas que ciertamente no serían las nuestras.

Y ese fue un error de apreciación, ya que en el alba “progresista”, asistimos a la puesta en marcha de una política errática e ideologizada en la mayoría de las áreas, producto en general, de una asombrosa falta de capacitación y en algunos casos particulares, además, de un dogmatismo obsoleto y castrante para empezar el siglo XXI.

A lo largo del tiempo y de los gobiernos, los partidos tradicionales habían cometido un cúmulo de errores —y el Partido Colorado más, sencillamente porque había gobernado más— y por ello, quizá, los orientales nos merecíamos un gobierno de izquierdas, que significara un cambio. Y lo tuvimos, por doble partida. Y a cual peor.

En 2009, ganó José Mujica, heredó los desatinos de Vázquez, pero la cosa no mejoró: cambió el estilo de la predicación al pobrismo, del traje y corbata a la campera, empeoró el lenguaje, y pasamos —más de lo mismo— de Reinaldo Gargano a Luis Almagro, de Daisy Tourné a Eduardo Bonomi.

Esa izquierda criolla demostró, en estos 9 años y medio de administración, que podía cometer los mismos errores que los partidos tradicionales y agravarlos: con más clientelismo, pero con menos idoneidad, competencia y eficiencia para el desempeño de las funciones; con más burocracia y sin rumbo en las políticas de Estado.

Con más ideología, sectarismo y pequeñeces vengativas con las cuentas a cobrar y menos tecnificación de los servicios públicos; con más nepotismo y menos sentido del ridículo, de la dignidad de la función, del cuidado de la imagen y del léxico del gobernante.

Y supo empeorar problemas que sin duda existían antes de asumir el gobierno: inseguridad, trato a la minoridad, infancia en la calle, cárceles, hurgadores, educación, vivienda y agregar otros: salud, poder sindical, impuesto a la renta, acción externa, etc.

Finalmente y no menos importante, es de destacar un evidente menoscabo del Estado de Derecho, limitaciones de las libertades individuales y de la propiedad privada; una pérdida de valores como el hogar y la familia, en aras de una mayor participación de un Estado “Gran Hermano” en la vida de los individuos.

Asimismo, la consagración del Estado como instrumento de la lucha de clases, y el respaldo incondicional al poder de la dirigencia sindical (que ésta retribuye embanderándose con la izquierda gobernante, sin importarle un comino la opinión de sus bases).

Por todos esos motivos, porque quiero volver al tipo de sociedad al cual estábamos acostumbrados los uruguayos —eso sí, con menos defectos y sin repetir yerros del pasado— voy a votar a mi viejo Partido Colorado, actualizado.

La primera vez que concurrí a las urnas fue en el año 1958 y sufragué por la lista 15 de Luis Batlle. El 26 de octubre, no sólo por sentimentalismo ni por tradición, sino fundamentalmente porque no veo otra expectativa que me convenza más, también lo haré por la 15.

Una última precisión: en la primera vuelta se elige al Parlamento, vale decir que todos los votos son útiles para ungir a los legisladores del partido de la preferencia del votante.

Entonces, es un argumento totalmente ignaro —cuando no es falaz— el que, a veces se ha hecho, de que tal o cual partido no tiene posibilidad de ganar, por tanto hay que votar a otro que las encuestas den como mejor posicionado.

Ahora bien, usted estimadísimo lector, opte por quién opte, si no vota por el Frente Amplio, nos ayudará a ejercer un contralor ahora burlado por la mayoría absoluta y a cumplir con el propósito de todos los que queremos un Uruguay liberal y constitucional-pluralista.



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