La condición femenina

Con ese título, el Dr. Julio Ma. Sanguinetti publicó en el diario El País de Montevideo una columna en la que reitera sus concepciones sobre la discriminación a la mujer y el machismo imperante en la sociedad. Reproducimos acá ese texto.

El aborto es siempre un fracaso. Toda relación sexual debería estar inspirada en el amor y producir, cuando así se lo busque, el fruto de la maternidad. Sabemos, sin embargo, que la vida es más compleja y que muchas veces el embarazo es apenas el resultado de una relación circunstancial o redunda en una maternidad no buscada ni deseada.

Enfrentar un aborto es siempre una situación angustiosa para la mujer que, por razones económicas, de prejuicio o hasta psicológicas, no puede llevar adelante su embarazo. El hecho es que esa situación se da y en el mundo entero, progresivamente, se ha aceptado la interrupción voluntaria del embarazo. Penalizarlo era someter a las mujeres, sobre todo a las más pobres, a imprevisibles riesgos. Por estas razones, entre otras, nuestra ley 19.897 despenalizó el aborto y ha disminuido las consecuencias más penosas para las protagonistas.

Desgraciadamente, una sentencia de una señora jueza de la ciudad de Mercedes acogió el recurso de amparo de un ciudadano que, declarándose padre de un niño en gestación, pidió impedir el proceso de interrupción del embarazo que la madre había gestionado conforme a la ley. Esta insólita resolución judicial reabrió el debate y, nuevamente, se volvió a discutir en blanco y negro, con un terrorismo verbal que hasta resucitó el necio agravio de considerar “abortistas enemigos de la vida” a quienes defendemos la despenalización, tan necio como el de acusarlos a ellos de ser cómplices de las clínicas clandestinas.

Judicialmente la causa se cerró porque la señora perdió el embarazo con un aborto espontáneo, pero como infeliz secuela han quedo flotando las negativas consecuencias de un debate dogmático y, también, algunas dudas jurídicas que debieran aventarse.

La jueza, evidentemente, actuó como si no hubiera ley. Ésta podrá gustar o no, pero de ahí a ignorarla, media una gran distancia. Nombrar un defensor de oficio a un embrión de menos de 12 semanas, es un disparate jurídico y moral impensable, cuando el Código Civil considera que existe una persona jurídica, o sea con capacidad de derechos y obligaciones, recién a partir del nacimiento y luego de 24 horas de viabilidad. Indiscutiblemente en un embrión hay una potencialidad de vida, pero no una persona jurídica. Cosa que incluso sostienen los moralistas cristianos protestantes, los musulmanes y hasta algunos católicos, amparados en precedentes doctrinarios que llegan hasta San Tomás. El nacimiento, para ellos, es el “umbral decisivo”.

Del mismo modo, reconocer a un presunto padre el derecho a impedir un procedimiento establecido en la ley, es ignorar que ésta reconoció ese derecho exclusivamente a la mujer. No hay ningún vacío. Quien lea la ley, sus discusiones y antecedentes, advertirá que ella solo trata de un derecho exclusivo. Lo que es lógico, además, porque si la concepción requiere de un hombre y una mujer, la gestación del embrión hasta el nacimiento se produce en el cuerpo de la mujer. Obligarla a una maternidad no deseada es un cercenamiento de su voluntad y personalidad; la imposición coactiva de un proceso físico de enorme consecuencias y riesgos; la transformación en carga de lo que solo debe nacer con deseo y alegría.

La ley establece un procedimiento muy complejo y lo hemos dicho desde su discusión, pensando -incluso- en medios sociales relativamente pequeños, que expondrían a la mujer a una enorme tensión al perderse toda privacidad. Es lo que ha pasado en este caso, especialmente desde que la jueza acogió el recurso de amparo y desató esta tormenta. “Me he sentido ultrajada”, dijo con toda razón la involuntaria protagonista de un escarnio público. Y es natural: que en los medios se discutiera sobre su vida y su destino es algo que suena a circo romano, con cristianos arrojados a los leones.

Sería muy importante que, pasado este debate, se pudieran resolver los cuestionamientos planteados, despejar toda duda y no seguir generando episodios que en lo humano son de lamentar.

No es posible ignorar, tampoco, que este debate se produce en medio de una situación de violencia doméstica contra las mujeres, que lleva hasta a sostener la creación de una figura delictiva específica, el “feminicidio”. Es comprensible la situación que genera este reclamo. Las agresiones constantes, y aun los asesinatos, de que son víctimas las mujeres por responsabilidad de sus parejas, mueven a rebeldía. En el terreno jurídico no cambiaría las cosas, porque ya es un homicidio “especialmente agravado”. El desafío va más allá y es enorme, porque supone enfrentar una cultura “machista” que viene desde el fondo de la historia, con religiones que establecieron una situación subordinada de la mujer. Aún hoy los musulmanes así lo sostienen y en nuestro propio Montevideo nos sobrecoge ver cada tanto algunas mujeres con ese velo que proclama su discriminación. Es contra todo eso que se debe luchar. Nuestro país ha avanzado mucho institucionalmente desde los lejanos tiempos en que el Batllismo sostuvo la “discriminación positiva” del divorcio por sola voluntad de la mujer. Pero este progreso institucional no tiene su correspondencia cultural plena en nuestra sociedad. En la vida diaria, desde el tránsito hasta las oficinas, está -más ostensible o más soterrado- ese machismo retrógado que no comprende que el “uno” solo existe con “el otro”, que la arrogancia física solo es cobardía y la presunta superioridad psicológica, apenas un prejuicio vanidoso.



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