La cacería contra opositores y periodistas crece en Nicaragua

Ortega ha demostrado que tiene en sus manos un poder absoluto y que está buscando decidir desde ahora cuál será el escenario electoral de noviembre, asegura el periodista nicaragüense Dánae Vílchez en una columna para el The Washington Post que compartimos aquí.

El 20 de mayo, la Policía de Nicaragua allanó por tercera vez -lo hizo antes en 2008 y 2018- las oficinas del medio digital Confidencial y de los programas de televisión Esta Semana y Esta Noche, todos dirigidos por el periodista Carlos F. Chamorro, recientemente galardonado con el Premio Ortega y Gasset a la trayectoria periodística y considerado el periodista más prestigioso del país.

Ese día no solamente se llevaron los equipos de la sala de redacción y ocuparon la oficina, también secuestraron al camarógrafo Leonel Gutiérrez por siete horas. Hasta el 31 de mayo, las autoridades nicaragüenses no habían esclarecido las razones detrás del allanamiento.

Lo único que se ha logrado comprobar es que su acción está encaminada a vincular a estos medios de comunicación a una investigación por supuesto lavado de dinero en contra de la Fundación Violeta Barrios de Chamorro (FVBCH), una organización que cerró por no querer adherirse a una ley recién aprobada que criminaliza a quienes reciben fondos de cooperación desde el exterior.

Este organismo trabajaba por la profesionalización de los medios de comunicación y era dirigido por Cristiana Chamorro, ahora candidata presidencial en las elecciones del 7 de noviembre y hermana del director de Confidencial.

Al menos a 14 periodistas de todo el país les han citado para testificar en la Fiscalía nicaragüense por el caso de supuesto lavado de dinero y les han sometido a burdos interrogatorios con el fin de intimidarles. En las entrevistas se les preguntó sobre sus proyectos con la FVBCH y sobre el origen de los fondos de cooperación, que está ampliamente documentado provienen de USAID.

Además de criminalizar la cooperación internacional, el verdadero propósito del gobierno del presidente Daniel Ortega es inhibir la candidatura presidencial de Chamorro -quien según las encuestas es la candidata opositora puntera- y en el camino, imponer miedo y autocensura a la prensa independiente.

La escalada represiva de las últimas semanas es apenas una muestra de lo que se avecina los próximos cinco meses. La verdadera prueba será en las elecciones de noviembre, donde Ortega buscará -por la fuerza, el fraude o la abstención- entronizarse por un cuarto período. El mundo debe voltear a ver hacia Nicaragua antes de que sucedan las elecciones, y no solo condenar estos hechos sino incluso desconocer el proceso electoral.

Ya en 2018 Ortega reprimió manifestaciones en contra de su gobierno, lo cual provocó al menos 328 muertes y que 100,000 personas huyeran del país. Desde entonces, las protestas públicas han disminuido por temor, pero el disenso permanece. Las elecciones se realizarán en medio de una crisis política severa y para Ortega son el último cartucho de legitimidad ante la comunidad internacional, a pesar de que en Nicaragua no ha habido elecciones democráticas y transparentes desde hace más de 10 años.

El último informe de la organización Crisis Group sobre Nicaragua alerta sobre las posibles consecuencias de que Ortega no revierta los ataques contra la oposición y el periodismo en este escenario electoral, que incluyen una nueva ola de protestas y mayor aislamiento internacional para el régimen.

Mientras Ortega busca imponerse en las elecciones de cualquier forma posible, los partidos políticos de la oposición parecen no entender -por colaboracionismo o estupidez- que están dejando pasar la oportunidad de ser una opción real para las y los nicaragüenses que buscan una nueva propuesta de hacer política sin caudillos.

Hasta el momento no existe una unión opositora amplia que acoja las demandas de la insurrección popular de 2018, y en los últimos meses solo ha habido una serie de reencuentros, rupturas, intrigas y dramas dignos de una novela televisiva, por lo cual llegará dividida en al menos tres grupos.

Todos han demostrado que anteponen sus intereses por encima de las demandas nacionales y que, en estos momentos de profunda crisis, se interesan más por las cuotas de diputaciones que por crear una estructura capaz de derrotar a Ortega.

Mientras, para la ciudadanía las dificultades solo crecen. El acoso de la Policía y grupos paramilitares a quienes disienten con el régimen se ha convertido en la nueva normalidad. La economía va en picada y el pésimo manejo de la pandemia ha hecho que, a pesar de algunos avances en la vacunación, a diario se registra un incremento masivo de casos que especialistas independientes ya han llamado un nuevo rebrote.

Además, en las cárceles todavía hay más de un centenar de presos políticos sometidos a torturas y tratos inhumanos, según un reporte del Mecanismo para el Reconocimiento de Personas Presas Políticas de Nicaragua.

Las elecciones son vistas como una última vía democrática para salir de la crisis que hunde al país, pero probablemente solo comprobarán (otra vez) lo que está a simple vista: que en Nicaragua hay una dictadura sangrienta y que Ortega no cuenta con el respaldo de la mayoría de nicaragüenses.

Ante este escenario, la comunidad internacional deberá hacer algo más que lanzar "enérgicas condenas" y llamados de atención a Ortega, que desde ya ha develado su plan de quedarse en el poder de cualquier forma. Tiene desde ahora la oportunidad de, ante todas estas irregularidades, desconocer el proceso electoral y cerrarle las puertas al régimen a negociaciones que le garanticen tras las elecciones impunidad por sus crímenes, una propuesta llamada de "aterrizaje suave" que ya se discute incluso a nivel internacional.

La comunidad internacional sería irrespetuosa y poco solidaria con las y los nicaragüenses si esperara a las elecciones para tomar acciones serias contra el régimen. En Nicaragua, mañana siempre puede ser un día más atroz que el anterior. Por eso los gobiernos y organizaciones deben actuar ya.




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