Hora de balance

Con ese título, el Dr. Julio María Sanguinetti publicó una columna dominical en El País. Reproducimos acá ese texto.

El nuevo gobierno comienza con una enorme expectativa del país. Años duros de inseguridad y caída en la educación, de auge delictivo y mayorías parlamentarias regimentadas para sostener cualquier arbitrariedad, abrieron el espacio a un profundo afán de cambio.

Las cuentas del Estado arrojan un importante déficit fiscal. Se ubica en el entorno de un 5% del Producto Bruto Interno del país. Se ha solventado hasta ahora con endeudamiento externo, pero este ha llegado a sus límites. Ya no hay márgenes para seguir gravando la economía del país con mayor deuda pública. Máxime cuando la presión fiscal es del orden del 35%. Y los ingresos del Estado vienen cayendo, aunque todavía nos beneficiamos de los bajos intereses internacionales.

La necesidad de ahorro se hace entonces imprescindible y nos pone un enorme límite a lo que se necesita para estimular una economía estancada, con baja inversión y el empleo cayendo desde hace siete años. Se calculan en 50 mil los empleos perdidos en el último quinquenio y la desocupación ronda el 10% de la población activa, con un fuerte acento en el desempleo de jefes de hogar. No solo hay más desocupación, hay que tomar en cuenta que la oferta global de empleo también viene cayendo y en el último quinquenio se redujo un 8%.

La industria sigue declinando, sin que se vea su piso. Felizmente la agricultura se sostiene por buenas zafras de trigo y soja. Sin embargo, seguimos pagando un fuerte tributo a la falta de acuerdos de libertad comercial con países importantes, como China por ejemplo, principal mercado de nuestras carnes, hoy -además- severamente afectado por la epidemia viral que sacude a la gran potencia asiática.

Mientras tanto, la inflación no baja y, año a año, se vienen incumpliendo las metas oficiales. Hoy estamos en un 8,5% oficial, pero en un entorno del 10% en el núcleo de los precios. Se discute poco lo que significa este enorme impuesto a los sueldos y jubilaciones. El país vivió en el siglo pasado una economía inflacionaria y recién en 1998, luego de medio siglo, retornó a guarismos de un solo dígito. En los últimos años, paso a paso ha ido creciendo, gravando fuertemente los ingresos y recomenzando una peligrosa carrera de precios y salarios.

En la equivocada magia de los números, se dice que aumentando ahora un mismo porcentaje que la inflación pasada, hemos recuperado el salario real. Y no es así. Ese 8,5% nos está midiendo lo que perdimos el año pasado, pero no nos asegura que hemos repuesto lo perdido. Todo dependerá de lo que ocurra en el venidero, porque si la inflación es del 5% habremos ganado -ahí sí- y si se va por encima del 10% habremos vuelto a perder. Hay mucha experiencia en este tema y la hemos vivido en las últimas décadas. Si queremos bajar la inflación y defender mejor los salarios, con mayor estabilidad, tenemos que mirar hacia adelante y no hacia atrás. Lo malo es que este balance tan complejo se produce luego de que entre el 2005 y el 2014 el país viviera la mayor bonanza de precios internacionales de que se tenga noticia. Ese hecho es el que mide la magnitud del negativo resultado de la administración frentista. Cuando llovían dólares por los precios de la soja, de la carne o de la leche, se gastaba más y más. Sirvió para ganar elecciones, pero ni bien los precios retornaron a la normalidad, se dejó de crecer. Hace un quinquenio que no crecemos y nos endeudamos, mientras seguimos perdiendo ingresos fiscales y empleos.

¿Puede el próximo gobierno revertir esta situación? Por cierto que sí, pero no será el resultado de la magia sino de un formidable esfuerzo colectivo, que tendrá que comenzar por estimular la inversión. Y para que ello ocurra, tiene que quedar claro que el gobierno está haciendo lo que debe hacer. Ello pasa por equilibrar nuevamente la seguridad social, como lo ha dicho reiteradamente el ministro Astori, y bajar el déficit. Al mismo tiempo, deberá enfrentar resueltamente la seguridad ciudadana y comenzar un proceso de reforma educativa que le otorgue esperanzas a la nueva generación, luego de tan penosos resultados en las pruebas de rendimiento. Estos son los pilares de la credibilidad.

El debate comienza con la llamada ley de urgencia. Habrá acuerdos y discrepancias, pero nada amerita que se esté hablando de reacciones apocalípticas. No hay nada que lo justifique. La estructura proyectada para el Codicen será la mejor o no tanto, y cada cual tiene el derecho a opinar y protestar si no le gusta. Pero no se debe, una vez más tomar de rehenes a los niños y jóvenes con paros que ya se anuncian como irreversibles.

Todos, en el sistema político y en las corporaciones, tenemos que asumir que hay fatiga en la sociedad. Rechazar cualquier cambio por creer que todo lo hecho es perfecto y que el equivocado es el pueblo, es resquebrajar una democracia que hemos de cuidar más que nunca.

Vivimos en el mundo tiempos de desconcierto. Un Uruguay que viene de vivir una ejemplar elección, con un sistema de partidos que, pese a todos los pesares, resiste aún, luce bastante excepcional. Si lo cuidamos, será para el bien de todos. Si no, como trágicamente se dijo en otros tiempos, “no habrá Patria para nadie”.




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