Es el gasto público, estúpido

Por Santiago Torres

Por más vueltas que se le dé al tema, la cuestión siempre termina siendo la misma: el crecimiento del gasto público que, con o sin financiamiento genuino, termina detrayendo recursos de la economía real, afectando la inversión y el crecimiento y, con ello, la calidad de vida de la gente.

Cristina Fernández de Kirchner le entregó a Macri el gobierno con —entre muchas otras lindezas— un déficit fiscal equivalente al 4,1% del PIB y un gasto corriente fuertemente comprometido en gastos políticamente rígidos. Y el gobierno de “Cambiemos”, pagando tributo a su condición de variopinta coalición, ha gestionado esa y otras dificultades con equipos contradictorios, que impidieron llevar adelante una fuerte y decidida estrategia, que enviara señales claras a todo el mundo, o sea, a los actores económicos y a la población en general. Consecuencia, el déficit fiscal siguió subiendo y 2017 cerró con una brecha de 6,1% del PIB (el sobrecumplimiento de la meta de déficit fiscal primario da lo mismo porque los intereses de deuda igual hay que pagarlos).

En Uruguay, ya sabemos que la aguja del déficit fiscal del 3,5% del PIB prácticamente no se mueve. Se incrementó la carga tributaria, por vía de impuestos y por vía de tarifas públicas, pero la aguja no se mueve porque el gasto ha seguido creciendo. Es cierto que aún estamos lejos de la situación argentina, pero nuestras tribulaciones —que existen y son muy tangibles— hunden sus raíces en el tema fiscal. La falta de competitividad, el cierre de empresas, la pérdida de puestos de trabajo, se afincan fundamentalmente en el problema fiscal.

Frente a lo evidente —se mire hacia cualquier lado—, son francamente delirantes los reclamos tanto de sectores del oficialismo como de diversas corporaciones asociadas a éste (verbigracia, el sindicalismo) para insistir con incrementar el gasto público.

Nunca entenderán —o pretenderán no entender— que los famosos y vituperados “números” tienen un efecto concreto y tangible sobre la vida de las personas. Y cuando los números “no cierran”, ese efecto es ciertamente negativo. Aquella afirmación del Ministro Murro en el sentido de que prefiere el bienestar de la gente a preocuparse por el déficit es —por decirlo con suavidad— una tontería.

Voy un paso más allá: aún si se logra que cierren las cuentas, un elevado gasto público financiado por vías genuinas termina igualmente constituyendo un ancla en el desarrollo del país y en la capacidad de generar prosperidad. Desde ya que si no hay financiamiento genuino (como es el caso de nuestro país, la Argentina y tantos otros), es peor como se advierte fácilmente, pero a la larga ese gasto sobredimensionado siempre —por una vía o por otra, más tarde o más temprano— termina siendo pagado por la gente, detrayendo recursos de la sociedad.

Por eso el título de esta breve columna. Parafraseando a James Carville (asesor del entonces candidato Bill Clinton), es el gasto público, estúpido.



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