El lado positivo de que te hackeen

Sufrir un hackeo es, en el mejor de los casos, un inconveniente. También puede llevar a reconsiderar cómo usamos internet, asegura la escritora DorieChevlen en una interesante crónica para la sección Ciencia y Tecnología de la revista Letras Libres. La compartimos a continuación.

Inmediatamente después de obtener la verificación de mi cuenta de Twitter, comencé a pensar qué debería escribir en mi primer tuit con palomita azul. Me importaba mucho porque la verificación de Twitter probaba que era una escritora real, lo que hacía de este el tuit inaugural de una escritora real. Por supuesto, había pruebas más sanas para confirmar mi identidad como escritora, como los años de textos firmados que he acumulado, mis cheques de pago del New York Times o el hecho de que paso la mayor parte de mi día, todos los días… escribiendo. Sin embargo, las ideas comunes de la aceptación social se habían quedado grabadas en mi mente y me habían convencido hace mucho de que esa pequeña palomita azul era más valiosa que cualquiera de esas cosas. Necesitaba que ese primer tuit fuera perfecto: inteligente pero gracioso, fluido y natural, pero sin denotar esfuerzo alguno, lo que al final es un truco de magia que requiere un tremendo esfuerzo.

Después de pasar minutos irreemplazables de mi vida mortal descifrando esta tarea, alguien más vino a liberarme de esta carga. Así es. Fui hackeada. El primer tuit de mi cuenta verificada fue un texto largo e incoherente acerca de los tokens no fungibles (NFT, por sus siglas en inglés), creado por un bot ininteligible. También lo fueron los siguientes 3,000 tuits. Esto no era lo que tenía en mente cuando pensé “sin esfuerzo alguno”, aunque es cierto que no tuve que mover un solo dedo.

Si tienes una cuenta en redes sociales, hay una posibilidad de que seas el próximo en ser hackeado públicamente. No quiero asustarlos, solo prepararlos. He visto que le ha pasado lo mismo a amigos que a celebridades en varias plataformas. De hecho, hace no mucho tiempo ElonMusk fue hackeado en la misma aplicación por la que ofreció miles de millones el mes pasado. No hay refugio ni siquiera en la muerte: la cuenta de Gilbert Gottfried fue hackeada pocas horas después de que se publicara su obituario. Existen métodos para protegerse contra esto (contraseñas complejas, autorización de dos factores), pero hice ambas cosas y ellos, quienquiera que sean, me atraparon.

El mío fue el mejor de los casos de un hackeo. Mi hacker no accedió a mis mensajes directos, e incluso si lo hubiera hecho, no había nada obsceno que revelar. No se filtraron fotos. No pudieron acceder a mi cuenta bancaria, a mis tarjetas de crédito o a mi correo electrónico. Como empleada del New York Times, tuve acceso a las mejores mentes del equipo de seguridad, que trabajaron con Twitter para devolverme mi cuenta en 24 horas. Pude haber sido arruinada, pero tan solo experimenté un inconveniente. Considerando los posibles escenarios de un hackeo, no está tan mal.

¡Pero fue bastante malo! Vi en tiempo real cómo mi hacker reemplazaba mi foto con la de un dibujo de una cabeza de tiburón (aparentemente un NFT), eliminaba mis tuits y comenzaba a publicar miles de sus tuits bajo mi nombre, etiquetando a miles de personas durante las siguientes horas en una aparente estrategia para llevar muchos clics al lanzamiento de un NFT. Mientras trataba de explicarle la experiencia a mi abuela de 91 años, que nunca ha tenido una computadora, le hice esta comparación: ser hackeado es como estar encerrado afuera de tu casa mientras observas a través de las ventanas cómo alguien la roba. Eso suena dramático. Todavía lo sostengo. Pasé años construyendo mi personalidad en línea, la de una Dorie despreocupada en Twitter, y en cuestión de minutos cada pequeña broma y observación que había hecho, cada enlace que había compartido, cada conversación pública que había tenido con showrunners, ensayistas e investigadores que admiro: todo fue borrado y reemplazado con tonterías de NFT. Sí, eran solo mis tuits. Pero eran míos.

A nivel lógico, reconozco que mis divagaciones en internet no son importantes. Comparado con la mayoría de los profesionales de los medios (todos los que estamos teóricamente expuestos “a la mirada del público”), tengo un número de seguidores minúsculo. Incluso para las pocas personas que interactúan con mi Twitter, “interactuar” por medio de tuits es el equivalente intelectual de sonarte la nariz con un kleenex: un segundo de contacto cálido seguido por su desecho inmediato. Estoy consciente de que el mundo físico en el que habito es más importante que el virtual. En las horas posteriores a que me hackearon, cuando no me quedaba nada por hacer más que esperar, fui a ver el espectáculo de una de mis compañías de baile favoritas y luego cené en un delicioso restaurante coreano con una amiga que adoro. A la luz de esta experiencia, la preocupación de unas pequeñas palabras en una pantalla, que en sí mismas solo son una secuencia codificada de ceros y unos, debería haber dejado de importarme por completo.

Pero si soy sincera, apenas pude concentrarme en el espectáculo o la comida. Seguí obsesionándome con todo lo que estaba perdiendo y la incertidumbre de qué más podría perder. Me preocupaba que ahora nadie en internet sabría que era simpática o inteligente. Esto es, por supuesto, una cosa idiota de la cual preocuparse mientras estás sentado al lado de una verdadera amiga que te encuentra agradable e inteligente en la vida real. Y como una verdadera amiga, pidió dos rondas de soju para conmemorar la ocasión, lo cual abrió mi mente y me ayudó a darme cuenta del problema: ser hackeada se sentía como si me hubieran robado porque le había asignado un valor real a un producto virtual.

Aunque eso no fue totalmente mi culpa, ni tampoco un completo error de cálculo. Twitter tiene 330 millones de usuarios mensuales. Puede atrapar a cualquiera, independientemente de su profesión. Sin embargo, para un escritor, tener una personalidad en línea es hasta cierto grado una necesidad profesional. Así es como me entero de qué eventos e historias impulsan la narrativa cultural; así forjo relaciones con otros creadores; así afino la herramienta de mi propio pensamiento. Especialmente para una escritora como yo que experimenta con muchos géneros –no sólo el periodismo comercial de mi trabajo diario, sino también ensayos y guiones–, ha sido una forma de conectarme con personas fuera del Slack de mi empresa. Mis tuits son mucho más rápidos de leer que un ensayo o un guion: un clic en mi página de Twitter reafirmaba mi voz y al menos dejaba ver mi habilidad cómica. Twitter importa. Ha arruinado elecciones e impulsado carreras, así como ha arruinado carreras e impulsado elecciones. Me ha presentado a genios e idiotas, acosadores y amigos. Por supuesto que importa.

Pero, si bien he disfrutado entablar relaciones en línea con otros escritores y lectores, la verdad es que ninguna de esas son relaciones reales, porque nada de lo que soy en Twitter soy realmente yo. Mi yo en línea es solo un extracto simplificado, una voz sin cuerpo pulida a través de ediciones, mientras que mi yo real habla alto, rápido y con gesticulaciones agresivas, algo que mis amigos saben. Si bien un “me gusta” alimenta mi ego, no me hace sentir tan bien como escuchar la risa de la gente. Y, por supuesto, la propuesta de este mismo ensayo fue aceptada por las ideas que contiene, no por mi presencia en las redes sociales. Cuando perdí mi cuenta de Twitter, no estaba de luto por la muerte de alguna posible oportunidad profesional. Más bien sentía como que una parte de mí había muerto con la cuenta. “¡¿¿Cómo sabrán mis nietos que su abuela era expresiva y concisa!??” tuiteé en broma después, pero en realidad me preocupaba. Al crear estas personalidades en línea, efectivamente creamos un tipo de inmortalidad. Nada muere en internet, dice el adagio y, de hecho, ni siquiera mis tuits eliminados están muertos, ya que existirán perpetuamente en la Wayback Machine.

Y ni siquiera esa cadena eterna de unos y ceros me hará vivir para siempre. No hará que yo importe. Ser hackeada me llevó a confrontar la verdadera razón por la cual empecé a publicar en un inicio. No era solo por la diversión, el desafío creativo o la estrategia de trabajo. Era mucho más patético: tuitear, para mí, era un intento de importar. Cada “me gusta” y seguidor eran otra confirmación de cuánto importaba. Sé, por supuesto, que gritar al vacío del internet no te hace importar, incluso si ese eco resuena para siempre. Puedes ser inmortal, pero al mismo tiempo ser olvidado. Cuando tuiteé: “¿Cómo sabrán mis nietos que su abuela era expresiva y concisa!??”, estaba formulando mal la pregunta.

No deseo que los hackeen, pero les comparto que la experiencia sacudió mi alma y me hizo reconsiderar cómo uso el internet, una revaloración que francamente ya hacía falta. Sigo pensando que Twitter es una herramienta poderosa para un escritor, quizás incluso para una persona normal. Sin embargo, estoy tratando de dejar de darle poder para definir mi propio valor. Todavía sigo sintiendo un poco de satisfacción cada vez que una de mis publicaciones recibe atención, pero en las semanas posteriores al hackeo he pasado menos tiempo usando la aplicación y también he gastado menos energía. Aun si sobrevive hasta entonces, me doy cuenta de que mi huella digital no importará en 100 años. Apenas importa hoy. Mis nietos tendrán que saber que soy graciosa solo conociéndome, y supongo que yo también.



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