El Comandante, el "Ñato" y los otros

El 18 de mayo, en que se conmemora la batalla de Las Piedras y el nacimiento del Ejército, desgraciadamente está despojado de una mirada sobre el artiguismo naciente y sigue envuelto en las polémicas de la llamada historia reciente (cada vez menos “reciente” si pensamos que los tupamaros comenzaron hace 52 años, el golpe de Estado ocurrió hace 42 y de la restauración democrática han pasado 30 años).

Este año el Ejército procuró una celebración más institucional. En homenaje a sus soldados asesinados en esa fecha, hizo un acto sin discursos, con los oficiales uniformados. En el Comando del Ejército, la celebración tradicional fue una linda fiesta militar y un discurso sobrio del Comandante Manini Ríos quien, además de la conmemoración histórica, hizo un pormenorizado recuento de todo lo que el Ejército como institución le ofrece a la sociedad uruguaya, desde lo educativo hasta la política exterior, desde la seguridad ciudadana a la salud publica. Al final dijo que, a cambio, los soldados nada le piden al país; solo reclaman “reconocimiento” por su esfuerzo y que “no los denuesten por prejuicios del pasado”

Ratificando esos dichos, el Ministro Eleuterio Fernández Huidobro reafirmó que se sigue estigmatizando a las FFAA desde sectores del Frente Amplio y que es necesario mejorar las remuneraciones sumergidas de los sacrificados soldados.

Por supuesto, saltaron los de siempre. Los que en nombre de la Justicia reclaman venganza. Los que cuestionaron al Comandante por no haber hecho una autocrítica del golpe de Estado cuando, a la inversa, ellos siguen glorificando la violencia política. El Comandante no habló del golpe ni de la guerrilla y lo hizo muy bien, clara y respetuosamente, sobre el Uruguay de hoy, sobre el Ejército de hoy, al que no se deja vivir tranquilo en medio de un país cada vez más lejano a esta disputa.

Lo interesante es que los viejos guerrilleros están abonando la paz. No han expresado un arrepentimiento formal pero no exponen rencores tampoco. Ni Mujica, ni Fernández Huidobro, ni Rosencof lo hacen. Al contrario, intentan todo el tiempo mirar hacia delante. Ellos, los que combatieron, los que sufrieron también los excesos de la prisión, ayudan a la paz. Los que no estuvieron en nada, los que miraron de afuera o ni habían nacido, asumen con soberbia una actitud vengativa, revanchista, que invoca el terrorismo de Estado y olvida el subversivo, que ignora sistemáticamente que el pueblo uruguayo votó dos veces para ratificar la amnistía a los militares, en pronunciamientos democráticos que, al ser negados, se revela —una vez más— su baja convicción cívica. No reconocen el enorme esfuerzo económico que hizo el Estado para resarcir a las víctimas o a sus familiares, con cifras millonarias pagadas en buena hora pero que merecerían algo más que la vergonzosa ocultación que se hace.

La búsqueda de los cadáveres de los desaparecidos, por cierto, es un derecho sagrado de sus familiares. Se ha intentado y debe seguirse intentando. No ha habido mucha suerte. Han sido sólo siete casos, de los 28 reconocidos oficialmente. Debe insistirse, pero en nombre de esa causa respetabilísima no hay derecho a seguir hablando de impunidad, estigmatizando a las FFAA y envenenado a jóvenes con una visión falsa, totalmente distorsionada, del pasado violento de nuestra República.

La designación de una nueva comisión por el gobierno, comisión que ya estaba en funciones desde hacía un par de meses, aparece como una suerte de compensación a los sectores radicales enojados por la actitud del Ministro Eleuterio Fernández Huidobro. Por supuesto que si algo logra, en buena hora. Sin embargo, lo malo —lo disparatado podría decirse— es que ahora la investigación se retrotrae hasta 1968, bajo un gobierno democrático y tan popular como que ganó las elecciones. Es realmente ridículo que hablen de terrorismo de Estado por ese entonces, en que lo que había sí era una desquiciada guerrilla.

El ex Presidente Mujica ha dicho que este debate solo terminará cuando se mueran todos los actores. Desgraciadamente, no es así. Los actores, militares o tupamaros, no están manteniendo vivo el debate. Todo lo contrario. Son los que han cerrado el capítulo. Los que lo mantienen vivo y hacen la enconada explotación política, son otros. Algunos son burócratas de los derechos humanos, que viven de ella; otros, simplemente políticos oportunistas. Los familiares de las víctimas merecen todo el respeto, como también lo merecen los de la treintena de asesinados por la guerrilla por crímenes que no merecieron castigo alguno. En nombre de ese respeto, sin embargo, no puede mantenerse un estigma para una institución del Estado ni mantenerse a la sociedad atada a un tema que la divide y ya merecería estar librado al desapasionado análisis de los historiadores.




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