¿Derecho Penal del enemigo?

Por Santiago Torres

¿Hay o hubo operadores judiciales que actuaron aplicando el revanchismo, como sostienen varios militares e incluso civiles, como la ex ministra Berrutti, el fallecido Eleuterio Fernández Huidobro o el mismísimo ex presidente Mujica? La interrogante es pertinente porque hace a la vigencia efectiva del Estado de Derecho.

En el infausto informe que adjuntó al llevado y traído expediente con las actas de los tribunales de honor, el entonces Comandante en Jefe del Ejército, Gral. Guido Manini Ríos, expresó que, al entender de muchos oficiales de la fuerza de tierra, “la Justicia en muchos casos no ha actuado de acuerdo a los principios elementales del Derecho y que no ha habido juicios imparciales cuando los acusados fueron militares”, agregando: “En definitiva, aplicó una suerte de derecho para el enemigo”.

El “Derecho Penal del enemigo” fue un tropo acuñado en 1985 por el jurista alemán Günther Jakobs, padre del “funcionalismo penal”, contraponiéndolo al “Derecho Penal del ciudadano”. Mientras que en el “Derecho Penal del ciudadano” el trasgresor de la norma es un ciudadano que cometió un error y existe la expectativa de corrección en su conducta social posterior a la pena, en el “Derecho Penal del enemigo” no existe tal expectativa y el individuo es considerado peligroso per se y, por tanto, se lo excluye del sistema de garantías —que se aplica a los ciudadanos— para garantizar la seguridad de la sociedad. Esto último incluye la extinción o reducción significativa de las garantías procesales y aun la intervención penal sin que exista una conducta concreta de trasgresión del orden jurídico, sino por considerárselo al individuo como peligroso.

Como se advierte, el “Derecho Penal del enemigo” —ampliamente debatido entre los penalistas hasta hoy— es muy parecido a lo que el Gral. Manini señalaba como “una suerte de derecho para el enemigo”, aunque en sus palabras —y en el contexto en que están dichas— se parece más al “derecho” que frecuentemente aplican los vencedores de una guerra a los enemigos derrotados (precisamente de allí procede el tropo).

Por estos días todo el mundo habla de los tribunales de honor y de la confesión realizada por José Gavazzo durante las actuaciones de éstos: que en marzo de 1973, él (dice que solo aunque nadie le cree) llevó al cadáver de Roberto Gomensoro Josman desde el Grupo de Artillería N° 1, en el Cerro, donde había muerto por torturas (eso no lo dijo Gavazzo, aunque Jorge “Pajarito” Silveira sí le imputó ese crimen en su comparecencia ante el primer tribunal de honor) al embalse de Rincón del Bonete, a donde lo arrojó atado con piedras para que no saliera a flote, maniobra que fracasó porque a la semana el cuerpo emergió (la peripecia del cadáver es otro capítulo).

Por ese crimen, en 2010, la jueza Lilián Elhorriburu había procesado con prisión al coronel Juan Carlos Gómez luego de que un ex militante periférico del MLN, Mario Blanco, testimoniara en 2009 que había estado detenido en Paso de los Toros junto a Roberto Gomensoro y había presenciado cómo Gómez y Gavazzo lo torturaron y castraron. Varias personas señalaron que lo de Blanco era una fabulación, incluido el informe de un semiólogo, pero fiscal y jueza dieron por bueno el cuento de Blanco y Elhorriburu procesó a Gómez y Gavazzo como autor y co-autor, respectivamente, del crimen.

Tres años después, el coronel Juan Carlos Gómez fue sobreseído y liberado por orden del nuevo juez de Paso de los Toros. En 2012, ya el entonces Ministro de Defensa Eleuterio Fernández Huidobro había enviado a la jueza una nota —despertando el enojo de ésta— advirtiéndola de su error: “Temo que esté pagando con cárcel un oficial que nada tuvo que ver en este caso y se esté encubriendo a los verdaderos culpables. Cortando, además, la línea de investigación”.

El del pobre coronel Gómez no ha sido el único caso de este tipo como para decir que fue apenas una excepción. Hubo varios más.

En 2012 un tribunal de apelaciones, integrado por los doctores Ángel Cal, Jorge Catenaccio y Miriam Méndez, revocó los procesamientos de los coroneles Walter Gulla y Enrique Ribero como responsables del homicidio del tupamaro Horacio Ramos en el penal de Libertad en 1981. Los procesamientos habían sido dispuestos en primera instancia por el juez Ruben Saravia, actuando como fiscal Mirta Guianze. El fallo revocatorio de tribunal es particularmente destacable porque en su texto se señalan algunas cosas muy graves y en un tono inusualmente severo hacia el proceder del juez Saravia y la entonces fiscal Guianze.

Efectivamente, el fallo revocatorio señala que el fallecido Horacio Ramos se autoeliminó, en vez de ser asesinado por torturas como indicaba el fallo original. Pero si sólo señalara esto, todo podría atribuirse a pericias complejas, que a veces no son todo lo concluyentes que uno podría desear. Pero no, se dice algo tremendamente grave: el juez Saravia y la fiscal Guianze hicieron una reconstrucción de los hechos en un lugar donde no ocurrió la muerte de Ramos, por lo que la escena quedaba completamente modificada. “Como consecuencia de modificar la escena”, señala el tribunal, “la conclusión es ineludible: no se reconstruyeron los hechos. Se crearon hechos (subrayado mío). Y a renglón seguido agrega: “Pues bien, la reconstrucción practicada por el Tribunal en la misma celda en que ocurrió el hecho y con la presencia de todas las personas que vieron el cuerpo de Ramos, habilita la conclusión contraria a la extraída por el decisor de primer grado”. En este punto me permito recordar que en materia penal debe probarse la culpabilidad del encausado y no al revés. No es que en caso de duda el juez pueda fallar por convicción, en función de sus impresiones personales. Aun más: el principio general del derecho penal liberal es el que señala que, en caso de duda, ésta corre a favor del encausado (“in dubbio pro reo”).

¿Cómo es posible que un juez y una fiscal realicen una reconstrucción en un lugar diferente a aquel en que había ocurrido el presunto homicidio? ¿Por qué si el tribunal pudo llevar a cabo la reconstrucción como correspondía, los actores de primera instancia no lo hicieron? ¿Habrá sido, acaso, porque advirtieron que si hacían la reconstrucción en el lugar que debían, el resultado de la pericia no hubiera sido el que ellos ya habían decidido de antemano, forzando hechos para que coincidieran con el relato?

El 31 de julio de 2012, el mismo tribunal revocó —y también calificó con dureza— un procesamiento incoado al ex dictador Gregorio Álvarez por su presunta participación, en 1973, en la muerte del tupamaro Roberto Luzardo. Para el juez de la causa, Juan Carlos Fernández Lecchini, estaba probado que el entonces jefe del Estado Mayor Conjunto había ordenado que no se prestara asistencia a Luzardo en el Hospital Militar como venganza porque éste había participado en el asesinato del coronel Artigas Álvarez, su hermano. Para el tribunal, en cambio, tal extremo nunca pudo probarse y brinda en el fallo una verdadera lección de civismo liberal: “Más allá de la arbitrariedad o aberración con que haya actuado el imputado en su vida personal o pública, el tribunal competente no queda eximido por ese fundamento de prescindir de las garantías del debido proceso legal en toda su extensión”. Y agrega: “Las garantías constitucionales y legales que fueron conculcadas a todas las personas por el régimen que el imputado integró, no exoneran a ningún tribunal judicial en el Estado de Derecho a omitirlas en su juzgamiento”.

Se puede entender, entonces, la opinión formulada por el entonces Comandante Manini —que no debió dejar estampada en un documento oficial— en cuanto a que hubo juicios a militares sin las debidas garantías.

Junto a Manini se encuentra también la Dra. Azucena Berrutti, socialista, ex abogada de presos políticos durante la dictadura y ex Ministra de Defensa Nacional del primer gobierno de Vázquez. En 2009, en una entrevista para el libro “Ministras”, le señaló a la periodista Blanca Rodríguez: “A mí me importan las garantías para todos, y eso incluye a los militares. Creo que sin eso corremos riesgos. No puedo pensar que con decir «es ese»... No, no es tan fácil, no es tan fácil”.

Pero fue así de fácil. Por un “es ese” fue procesado con prisión —y luego condenado a 28 años de cárcel— el general Miguel Dalmao. Efectivamente, en 2010 el juez Rolando Vomero procesó con prisión a Dalmao por el asesinato de la militante comunista Nibia Sabalsagaray en 1974. En aquel momento, Dalmao era un alférez, o sea, un joven oficial recién egresado de la Escuela Militar, pero un testigo señaló que un soldado de guardia —que no fue identificado— le comentó: “Al «Cabezón» Dalmao se le fue la mano”. Como en su momento señalaron Mujica, Fernández Huidobro y Luis Rosadilla, era impensable que a un alférez le asignaran la pesada responsabilidad de interrogar a un detenido.

Tan disparatado fue el fallo de Vomero que Dalmao, que sufrió al poco tiempo un infarto, fue visitado por el entonces Presidente Mujica. Adicionalmente, en 2013 la jueza Dolores Sánchez condenó a Dalmao a 28 años de cárcel, imputándole un delito de lesa humanidad. Dalmao, cabe agregar, falleció en 2014 sin que su apelación hubiera sido resuelta.

La ex jueza penal Mariana Motta, hoy presidente de la Institución Nacional de Derechos Humanos —nada menos—, ha sostenido muy suelta de cuerpo que si alguien no aporta elementos para su autoinculpación entonces está confesando su culpabilidad y debe ser procesado por ello. Llegó a estampar en un fallo que el principio de inocencia (“Nadie es culpable hasta que se pruebe lo contrario”) estaba “obsoleto”. Y de hecho procesó al coronel Carlos Calcagno desde ese novedoso principio que, de seguro, no lo sacó de ninguna biblioteca de derecho penal liberal.

Sin ceder un ápice en la convicción de que nadie está impedido de opinar sobre lo que le venga en gana pero curándome en salud, me adelanto a señalar que, en materia de violaciones a los derechos humanos en los años de plomo, no me duelen prendas. Desde ya que por razones etarias no sufrí sobre mi persona la arbitrariedad dictatorial, pero sí la tuvieron que soportar familiares directos (muy directos). La prisión arbitraria, la tortura, la destitución, la persecución, no me las contó nadie sino que las viví bien de cerquita, casi que de al lado. Aclaro eso —que no tendría por qué— para que nadie piense o me zampe el baratito “porque a vos no te pasó”. Sé bien, por ejemplo, quién era el coronel Calcagno y las barbaridades que cometió. Pero Calcagno debió ser procesado y con prisión en un marco de garantías, no con un derecho penal del enemigo, saltándose a la torera las garantías inherentes al derecho penal liberal.

Se dirá que esos fallos espantosos fueron luego corregidos por el propio Poder Judicial, lo cual es cierto (no en todos los casos fue así, pero aceptémoslo como principio). De todos modos, preocupa —a mí al menos me preocupa— que haya jueces y fiscales que cobren al grito o actúen desde un revanchismo de matriz colectivista (no importa el individuo concreto sino su pertenencia a un grupo que ha sido ya condenado, más allá de las conductas específicas de sus integrantes concretos).

A mí no me importan los violadores de derechos humanos. Me importa el Estado de Derecho que nos protege a todos frente a la arbitrariedad. Por eso me horrorizó el desconocimiento de los referendos en relación a la Ley de Caducidad. Por eso me horroriza que se procese y encarcele en base a testimonios aislados (los “es ese” y/o “me dijeron que”). Por eso me horroriza que una jueza diga que el principio de presunción de inocencia está extinguido. Porque no se trata ya de la suerte que corran presuntos torturadores y asesinos sino de algo muchísimo más importante que esos siniestros personajes: la libertad de todos y cada uno de nosotros.



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