Democracia de la monarquía

El domingo pasado El País publicó una columna del Dr. Julio María Sanguinetti en la que recuerda el proceso español de transición a la democracia y el formidable protagonismo del Rey Juan Carlos. Reproducimos acá esa nota.

La semana próxima participaré, en el Palacio de la Magdalena, la hermosísima sede de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo (por estos días muy popular por haberse filmado allí la serial española Grand Hotel), de la presentación de un libro titulado “Rey de la Democracia”. Es un libro colectivo, en que historiadores de diversos orígenes, analizan el rol del Rey Juan Carlos I en el espinoso pasaje de la dictadura franquista a una monarquía parlamentaria raigalmente democrática.La restauración monárquica de 1975 nació envuelta en una nube de interrogaciones. Era el retorno de una institución que parecía sepultada para siempre por el avance republicano que, luego de la Segunda Guerra Mundial, se había hecho torrencial en toda Europa.

El origen franquista de la institución y la persona de un joven Rey Borbón criado a la sombra del dictador eran, sin duda, un enigma. El Generalísimo había sido rotundo en su mensaje de fin de año de 1969 cuando dijo que todo estaba “atado y bien atado”. Alguna gente se había entusiasmado con que el nuevo Rey, un año después, como príncipe heredero proclamado, había declarado al New York Times que España iría a “alguna forma de democracia”. Pero cuando asumió, en 1975, la mágica palabra no apareció y recién en 1976, también en Washington, volvió a decir que “la monarquía hará que bajo los principios de la democracia se mantenga en España la paz social y la estabilidad política”. Acababa de nombrar a Adolfo Suárez, un joven falangista de 43 años, cabeza oficial del “Movimiento”, que -bajo el amparo del monarca y ante el asombro general- se dedicó a desarmar todo el andamiaje del viejo régimen.

Con prudencia y habilidad fueron tejiendo las cosas, hasta que hace ahora 40 años, en junio de 1977, se llegó a la primera elección democrática del Parlamento, “las Cortes” en la terminología española. “La democracia ha comenzado”, dijo entonces el Rey, “ahora hemos de tratar de consolidarla”. Jurídicamente ella vino con la aprobación de la nueva Constitución democrática, pero la real legitimidad se la dio -a la Constitución y a la Monarquía- el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. En esa ocasión, cuando Adolfo Suárez hacía efectiva su dimisión en las Cortes y estas se reunían para votar a su sucesor (Leopoldo Calvo Sotelo), irrumpe la Guardia Civil a la orden del comandante Tejero, pistola en mano, anunciando el golpe. En Valencia, tronaban los tanques del General Jaime Milans del Bosch y se abrían así horas angustiosas. Para suerte de la historia, el episodio parlamentario fue grabado completo por un camarógrafo de la televisión oficial, que registra la actitud valerosa y digna de Suárez y del Tte. Gral. Gutiérrez Mellado, el militar garante de la transición. Cabe recordar que él nos visitó en Montevideo en 1983, cuando andábamos en las vueltas de las negociaciones con los militares y nos brindó su ejemplo y apoyo en una conferencia en el Club Español.

El suspenso termina a la 1 y 14 de la madrugada, cuando el Rey, con su uniforme del Ejército, proclama en la televisión que “la Corona, símbolo de permanencia y unidad de la Patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo determinó en su día a través de referéndum”.

Esa fue, en lenguaje churchilliano, “su hora más gloriosa”. Se había visto, en vivo y directo, lo que quería decir, en concreto, la fórmula ambigua del “poder moderador” que la Constitución le atribuía al monarca.

Pasó así a ser el “rey de la democracia” y así lo vivó el pueblo uruguayo el 20 de mayo de 1983, cuando nos visitó, en plena dictadura y, lejos de servir de apoyo al régimen, pronunció en el Palacio Legislativo una rotunda afirmación democrática, expresó su convicción de que el Uruguay, como España, saldría adelante “por medios pacíficos”, ya que ambos países, “pertenecen a un ámbito cultural que rechaza fórmulas que no sean las de asegurar la participación de todos, sin exclusiones, en la vida pública”.

No solo dijo un discurso sino que nos recibió, en la Embajada, a políticos representantes de todos los partidos, colorados, blancos, socialistas, demócratas cristianos y cívicos. Éramos doce, algunos todavía proscriptos. Cuando la última trasmisión de mando, en que volvió a Montevideo, recordamos el episodio, testimoniado por una foto en la habitación donde nos reunimos. De los políticos quedábamos vivos solo Jorge Batlle, Carlos Julio Pereira y yo.

Aquella reunión en la Embajada alentó enormemente la salida constitucional. Una multitud, espontáneamente, se había congregado en la puerta, al anunciar las radios, sorpresivamente, de la reunión que se estaba cumpliendo y que había tejido, con admirable acción diplomática, el Embajador Félix Fernández Shaw, de grata memoria.

Todo esto está lejos y está cerca. Aquella transición española fue nuestra gran inspiración. Y ese Rey emérito, cada vez es más símbolo, cuando el tiempo va borrando lo accesorio e iluminando su enorme legado institucional. A cuarenta años de aquella elección, permanece la gloria de aquel príncipe del falangismo que se sacudió esa herencia y se consagró como el gran Rey de la Democracia. Para España y para nosotros.



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