Cuando el silencio aturde.

Por Consuelo Pérez

El triste “affaire” del ex vicepresidente de la República pone de manifiesto las múltiples fragilidades que atentan contra nuestro sistema democrático, que nos supo mantener enhiestos ante l diversas circunstancias a lo largo de nuestra historia.

Es por eso que enumerar las oportunidades en que alguien en ese rango se retiró, o renunció, son anecdóticas, pues nada tienen que ver con la situación en la que Raúl Sendic lo hizo, acuciado por una realidad aplastante donde la corrupción e ineptitud, son los ingredientes preponderantes.

¿De que serviría describir las ocasiones que a lo largo de nuestra historia se han dado, más o menos comparable con la actual en que un vicepresidente dejó su cargo?

¿Para qué, si siempre fue el autoritarismo dictatorial, o la muerte, los que provocaron la inesperada transición?

Podríamos recordar que en 1897, Avelino Arredondo asesinó a Juan Idiarte Borda, y Juan Lindolfo Cuestas lo sucedió…

Luis Batlle Berres suplantó a Tomás Berreta en 1947, y Pacheco Areco hizo lo propio en 1967 tras la muerte de Oscar Gestido.

Podríamos seguir historiando nuestro pasado de “sucesiones”, siempre fundadas sobre la base de las circunstancias que las ameritaron, nunca comparables con la actual, que nos deprimen como ciudadanos, como demócratas, y como seres humano, máxime ante las perspectivas de lo que se viene en quien lo sucede. Con respeto, pero sin desconocimiento.

Desde que el dictador Máximo Santos trampeó al sistema para ejercer una segunda presidencia, renunciando para retornar después; hasta que Jorge Sapelli, vicepresidente de Bordaberry renunció ante las circunstancias del momento, las renuncias o ausencias nunca han sido motivadas por los nefastos motivos que promovieron la triste realidad que nos acucia, y ni siquiera las vamos a enumerar, pues el agravante de que la propia “fuerza política” gobernante justifica, ni más ni menos que en la figura del “presidente de todos” lo acontecido, invalida cualquier posicionamiento sensato.

Justificar lo injustificable no está en nuestro sentir democrático, y nos ofende como seres pensantes. No perdamos tiempo.

Peor que el autoritarismo que en muchas oportunidades supimos sufrir, quizá lo sean las circunstancias que hoy agobian a la mayoría de los uruguayos, gestadas en las reacciones, comentarios, silencios y olvidos de quienes debieran jugarse por nuestros valores, por nuestros principios. Y no lo hacen.

Una profunda tristeza es lo que hoy podemos compartir, y está sustanciada en la actitud de todos los que nos representan, desde el primero hasta el último.

Cada uno se hará cargo del “sayo” que se le puede atribuir.

Particularmente, el sentimiento es de impotencia, rebeldía y vergüenza por lo que el mundo, hoy globalizado, recibe de estos lares. Realmente pasamos a ser un “paisito”, otrora un “gran país”.

Pero cuidado, los que seguimos confiando en la democracia, en su momento, haremos sentir nuestra voz.



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