A propósito de Carlos Maggi

Por Julio María Sanginetti

“Que maravillosa es la madurez”, le dijo un día Carlos Maggi a Emir Rodríguez Monegal, allá por 1965. O sea, hace cincuenta años. Ya el precoz Maggi del Artigas —junto a Maneco— de 1942; del primer best-seller literario montevideano de Polvo Enamorado, en 1951; de su feroz polémica con los críticos literarios del propio semanario Marcha, donde escribía; de sus ruedas intelectuales del Café Metro; del periodismo en el diario “Acción”; de la pionera divulgación de sus admirados Onetti y Paco Espínola, a los que sentía como los precursores de su mundo creativo; de sus memorables estrenos teatrales de La Trastienda y La Biblioteca; ese Carlos Maggi miraba ya entonces con perspectiva serena su obra y su tiempo, sin pensar en que le agregaría medio de siglo de obras y haceres, de pensares audaces y provocativos.

El joven rebelde había dado paso a un intelectual sólido. Esa madurez que él ya se reconocía entones era simplemente la expresión de su natural bonhomía, de su espíritu generoso y hasta de ese buen humor de libretista de radioteatro, que ya llevaba años y años de hacer reír con sus estampas costumbristas de montevideano curioso. Es natural que se sintiera ya despojado de las pasiones juveniles, salvo aquellas que le acompañaron la vida entera, como la de un Peñarol en que le hubiera gustado ser Juan Alberto Schiaffino (como alguna vez escribió) o de un batllismo que mantuvo vivo, desde un espíritu libre y abierto, que nunca se ató a disciplinas, sin  claudicar nunca de los códigos humanistas y libertarios de su convicción. Cuando alguien como él, pasados los 90, seguía escribiendo apasionadamente para los domingos de “El País” y hablando los viernes con el mismo entusiasmo en las tertulias de Cotelo, exultaba esa sensación de inmortalidad que parecía rodearle y que se sintió sorprendida y traicionada con la repentina noticia de su fallecimiento. Es que nunca llegó a viejo y eso, en alguien que fue joven prodigio, es particularmente extraño.

Personalmente le conocí  cuando yo no había cumplido la mayoría de edad, en aquel diario “Acción” inspirado por el liderazgo popular y abierto de Luis Batlle Berres, donde aparecieron un día Maggi (“el pibe Maggi”) y Manuel Flores Mora (Maneco), repatriando a Juan Carlos Onetti de su aventura porteña, para retornarlo a ese Montevideo que, por debajo de su apacible entorno playero. le brindó el escenario íntimo para la concepción de esos, sus  personajes, tan fantasmales como humanos. Los más jóvenes mirábamos ya con admiración a Carlos y a Maneco, consagrados periodistas, estrellas de un mundo literario por entonces pródigo en críticos, revistas culturales, capillas y cenáculos, atravesados por un debate que transcurría por temas intelectuales que hoy parecerían exóticos, hasta que en 1959 la irrupción de la revolución cubana apasionó y dividió.

En esos años, Carlos triunfaba como el mayor autor teatral del país. Ya se había acuñado el rótulo de “generación del 45” a ese tropel de autores que había abierto el camino de la literatura urbana e incorporado a nuestro modo de narrar y pensar las búsquedas vanguardistas de Faulkner, Joyce o aun el maldito Celine. Esa obra dramática define su visión aguda de una uruguayidad reelaborada desde un clave que va desde el humor hasta el grotesco y se proyecta también en un un periodismo que se supera a sí mismo para alcanzar el valor del ensayo.

Con el correr de los años, seguirá incursionando en la historia y polemizando. Su  artiguismo es tan histórico como literario y reflejará visiones particulares que abren sonoras y vigentes polémicas. Nosotros mismos las mantuvimos públicamente sin amenguar la amistad, el afecto y la comunidad en las esencias de nuestro país, el histórico y el presente.

Su inquietud le llevaba a planos de debate tan disímiles como el antitabaquismo o su encendida defensa de la energía nuclear como horizonte para nuestra economía. Y su formación jurídica hizo de él una referencia ineludible en asuntos financieros, al punto que en los difíciles años de la restauración democrática sus finos análisis contribuyeron a atravesar con éxito una crisis bancaria que pudo haberlo arrastrado todo.

Vale observar que en este país tan pronto a la descalificación por razones políticas, Carlos pudo transitar con su coloradismo sin que disminuyera su respeto en las demás corrientes. Una torpeza sin límites de la dictadura le acarreó su destitución en su cargo de abogado en el Banco Central. Producido el retorno a la democracia, lanzó junto al tupamaro Rosencof y al general Medina un magnífico proyecto de protección a la infancia, que ofrecían como testimonio de la voluntad de reunificación nacional que, felizmente, ha predominado sobre los camalotes de resentimiento que cada tanto trae la corriente. Con la misma inquietud, se había juntado a “Cucho” Sienra, Adolfo Castells y otros amigos para propiciar esto que hoy se llama “Concertación” y que, sin rencores ni enojos, pretendía producir un cambio en ese Montevideo que le definía como ciudadano y al que definió como observador crítico.

Una vida tan llena de senderos recorridos, tan representativa de un país que generaba ciudadanos universales, requeriría más una novela que una simple crónica como ésta. Pero valga ella como testimonio de admiración para quien nos abrió aficiones y mundos, nos deslumbró y hasta a veces nos enojó, pero nos deja una vibrante lección de optimismo vital. Sentíamos que vivía en él —que vive en él— lo mejor de lo nuestro, la esencia profunda de ese Uruguay artiguista, vareliano y batllista que nos abarca a todos, estemos donde estemos.




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